Elogio de la corrupción


Quienes han despreciado durante décadas la corrupción, atosigándose con sus espantapájaros encorbatados y sus bronceados mamíferos, no han comprendido todo el bien que las dobles contabilidades, prevaricaciones, fraudes documentales, sobornos y malversaciones hacen por nosotros. 

Cómo no apreciar los valores pedagógicos de esos elegantes imputados que defienden su inocencia alegando meticulosas conspiraciones, o esos acusados que huyen del país, porque aquí no encontraron un fiscal que les hiciera el honor de defenderlos, cómo no apreciar la severa inteligencia de las tramas, con su samba de capitales blanqueados y sus polonesa de testaferros y liquidaciones, esas bolsas de basura repletas de billetes encerradas en el armario, esos ingrávidos maletines de misterioso contenido, o el noble ejercicio de un oficio que se pierde, la venerable falsificación. 


A mí me conmueve su desinteresado amor por la Confederación Suiza, sus dolorosas visitas andorranas, su fervor por Belice, y amo la compungida retórica de sus excusas, sus ingeniosas amenazas de vodevil, o esa estruendosa forma de exhibir lo que se quiere esconder, tan naturales ellos, tan seguros y sin miedo.

Debemos escucharles con atención, porque todo lo que puede enseñarnos un ser humano está en ellos encapsulado para ser digerido al instante.

Saquear al prójimo con la habilidad de un prestidigitador, conceder privilegios medievales o premeditar espectros contables son refinamientos que debemos inculcar a nuestros hijos. Los valores pedagógicos de la corrupción son absolutos e inapelables. La corrupción es el gran arte de saber vivir de nuestro tiempo. La eudemonología de Schopenhauer es un cachivache en comparación con el pensamiento de estos artistas.

Durante años hemos ignorado las virtudes de este evangelio que nos despierta con esperanza cada mañana y nos canturrea una nana por la noche. Aceptemos sus reglas y abandonémonos a sus placeres e indiferencias. ¿Hay algo más educativo que una sana falsedad documental o un apetitoso cohecho? ¿Qué mayor poesía que esos aeropuertos fantasmales, esas autovías sin tráfico o esas urbanizaciones deshabitadas en mitad del severo secarral castellano?

El corrupto es el mártir que se sacrifica por todos, que nos entrega su vida en nombre del bien común, ese burdel abstracto, que se degrada por nosotros y permite, en su infinita generosidad, ser el objeto de nuestras burlas.

Cómo no comprender al humilde servidor que desvió unos pocos millones de euros a esos infiernos fiscales en cuyas playas virtuales y herméticas fronteras nunca sale el sol, nunca hay cliente que por bien no venga.

Como la justicia es igual para todos, y es ciega y pura, a nadie le ha parecido mal que la justicia, en un dramático avance médico, sea hoy más tuerta que ciega y más conveniente que pura, y ahora sepa distinguir entre un primate y un intocable.

Me agota la miopía de esos pesimistas que no entienden el milagro del buen delito, la sabiduría del crimen legalizado, la oportunidad de su talento. Como aquel torpe amigo que en sueños me decía: sospecho que la cárcel está llena de quijotes, porque en la calle no caben más valientes.