Apuntes para una teoría de la inercia

 


La inercia es la enfermedad esencial en nuestro tiempo. Esa inercia produce la necrosis de la esperanza, que es la última grieta por la que se cuela el deseo de cambio. Sin ella solo queda la pesadez del sueño incumplido y el repetido estribillo de una canción alegre y hueca.

La inercia se apacigua en las calles y adormece el pensamiento, porque nadie confía en sí mismo y nadie cree que el mundo pueda ser diferente, como afirmaba Leonardo Sciascia cuando hablaba de su tierra, de Sicilia.

La verdad se queda en las cunetas junto a los desperdicios, entre papeles ilegibles que acumula el viento, eslóganes descartados y los proyectos que devoró la herrumbre. La verdad, entendida como búsqueda, se ha transformado en una parte más de los residuos del mundo. Quienes defienden ese camino no tienen poder o apenas tienen voz.

La inercia es la consumación de la apatía, la ausencia de voluntad, la confirmación de una sedación colectiva. La inercia acepta la propia miseria y la naturalización del crimen, porque los entiende como algo inevitable, como un fatum a la manera en que lo definía Cicerón, es decir, un suceso que es resultado de otro y cuya alteración es imposible. Los hijos de la inercia se conforman con ser vagamente estoicos (ese sistema de engaños íntimos), y creen que esa elección les dignifica.

La sociedad segrega hoy su propia anestesia y la consume al instante, embobada y feliz. Segrega sus noticias y revelaciones, sus falsas novedades (tan antiguas como la venganza o el timo), y así cree acelerar hacia el futuro, ese espejismo. Esa anestesia está iluminada por la idea del espectáculo, de lo real como un gran show que nunca termina (un show que incluye disparates, engaños y masacres), como si la música del circo sonara día y noche y nadie quisiera detenerla, mientras todos aplauden y el ruido aplasta, al menos durante unas horas, nuestro vacío.

 

 Imagen: Marie Šechtlová

Miligramos

 

 

El arte no es un camino de perfección, sino una resistencia a la propia naturaleza. Los errores no van a desaparecer, porque el ser humano mismo es un error. Su destino es la caída, la contorsión y la ficción. Su destino es la vergüenza y la masacre. Estamos obligados a desperdiciarnos. La naturaleza nos entrega un mandato deplorable, y nosotros debemos metamorfosear ese mandato, debemos ir contra nosotros mismos, pero solo podemos hacerlo en muy pequeños ámbitos de nuestra vida: en una partitura, una película, un libro, una fórmula, una generosidad. Somos lodo, y de ese lodo solo podemos extraer unos pocos miligramos de una sustancia intacta.

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Lo ausente es aquello que siempre está presente en cada oración, como defendió Blanchot. Lo ausente lo transforma todo, porque todo depende de esa no presencia. El texto gira entonces sobre ese eje que no puede ser expresado, que las palabras no deben tocar, a riesgo de volatilizar el texto mismo.

Las palabras no muestran, esconden. Lo esencial es lo que no puede pronunciarse, lo que no tiene nombre. La literatura solo gravita eso que no puede ser dicho, ese silencio que nos ahoga y nos explica.

Al escribir tanteamos la caída: nos acercamos al borde del precipicio, rodeamos el abismo, nos asomamos al misterio. Solo lo que no se dice, lo que está omitido, es real. 

 

    Imagen: Taras Bychko 

 

Una soledad plural

 


Doble de cuerpo” es un cuento que asume la complejidad de una metáfora. Pertenece al libro Avidez, de Lina Meruane. Tenemos a dos hermanas siamesas, diferentes e inseparables, condenadas a ser enemigas y a ser lo mismo. El cuento se cifra en un juego que es la vez verbal y filosófico, psicológico y social: la narradora es una y la otra, y cualquier forma de decir es también una forma de decir yo. Desear la muerte del otro es también desear mi muerte. Odiarla es odiarse. Aquello que desprecio es lo que soy. La otra no es una extraña, aunque lo parezca, y si deseo su final es porque estoy deseando acabar conmigo. El otro es un olvido, es decir, un autodesprecio. El otro solo existe cuando no queremos aceptar en nosotros la maldad o el error, cuando necesitamos un chivo expiatorio. Nuestras culpas pesan menos si las depositamos en la espalda de ese fantasma al que llamamos otro. Pero lo cierto, como se intuye en el cuento de Lina Meruane, es que ese otro no existe. Somos todos o somos ninguno. El odio que nos crece por los huesos es una forma de la culpa, porque el otro también soy yo. Por eso quien odia solo se está odiando a sí mismo.

Somos nadie y somos cualquiera: ese ser que soy, ser que se multiplica en muchos seres, que tiene todos los nombres, nos observa desde el espejo y nos reconoce. Puedes despreciarlo, quizá con razón, pero eso no impedirá que cuanto desprecias sea algo que también eres. Hay una soledad plural en este cuento que nunca acaba.


Fotografía: Alen MacWeeney