La adicción es nuestra calle, y no hay otra. Cada uno tiene la suya, y allí recoge sus beneficios, sus demandas y su ruina.
Hay que abandonarse en algo y para nada, o será la vida la que te abandone.
Cada uno tiene su vicio, el que necesita para crecer y para hundirse.
Un padre de sus hijos se calla y trabaja para que no le tiemble el bolsillo, porque allí es donde tiene la conciencia apretadita. Es un hombre bueno. Quiere parecerlo. Se cuida de todos, pero sobre todo de sí mismo. Es un chico listo.
Pero una vez a la semana ese padre engaña a su familia diciéndoles que tiene que pasar la noche en San Antonio, Texas, o en Manganeses de la Lampreana, Zamora, en una importante reunión con clientes que están apunto de adquirir diez mil portátiles que su empresa se encargará de venderles al precio más alto posible. En realidad es un adicto al sexo y necesita una escapatoria. Allí (sea donde sea “allí”) podrá abandonarse y ser.
Luego volverá a casa. Reconfortado, casi nuevo. Papá te quiere mucho.
Es mejor no esconder el vicio. Mejor para nuestra salud mental y peor para los bolsillos de los psicoanalistas.
Todos somos adictos, solo falta saber a qué.
Josep Pla se reconocía un charlador obsesivo, pero eso no lo impedía fumar y beber whisky mientras charlaba. Son abandonos tranquilos, que llaman a la sonrisa, como su literatura. Pla no quería nada, ni grandes sueldos, ni pequeños éxitos, sólo su tabaco de liar, un par de amigos, una nube de humo, una botella y mucha conversación. Hasta el agotamiento. Hasta el delirio.
Luego traduciría él todo eso, mintiendo mucho pero sin engañar, en su diario, ese transatlántico catalán.
La vida sin una adicción no es vida, al menos no la vida tal y como la conocemos en la Tierra.
El más extraño de todos los vicios, el que comprendo menos, es el vicio del autocontrol. Es la adicción del que no quiere ser adicto a nada y se termina convirtiendo en adicto a la nada.
Es la defensa propia permanente: nada es bueno, todo mata. Ten cuidado: no bebas eso, no comas aquello, no respires aquí, huye de esos sitios, no frecuentes a esa gente, no aceleres y no te excedas. Cuídate de tu sombra, parecen decir, no sea que un día se vuelva contra ti con un cuchillo en la mano.
A mí esta gente paranoica me divierte y a su lado no puedo dejar de reírme. Aunque a ellos no les hace ninguna gracia mi humor, porque ellos saben: ¡han leído! Incluso se toman en serio lo que leen. Qué candidez.
Esta gente quiere vivir eternamente, quiere perdurar.
¿Para qué?, nos preguntamos todos. Para seguir fastidiándonos con su sermón y no dejar de disfrutar un solo día diciéndonos que no, que estamos al borde del precipicio, que nos quedan cuatro días, que tenemos una soga erizada alrededor del cuello. Es su vicio y les pone mucho.
-No, no y no.
Sabiduría y autocontrol.
También hay adicciones que dan brillo. El cerebro recibe toneladas de felicidad a cambio de un esfuerzo tremendo, sobrehumano.
El otro día me decía a mí mismo que Deleuze es un inventor de majaderías con prestigio, de respetables sonoridades que parecen grandes ideas, un nietzsche a la francesa que se creyó la historia de la filosofía y luego se puso a orinar sobre sus papás intelectuales. Esto para Descartes, esto para Hegel y esto para Feuerbach. (Es verdad: había bebido.)
Una pena de filósofo, pero un retórico con oficio este Deleuze.
A Deleuze se le perdona porque era un adicto a inventar conceptos. Lean, por ejemplo, ¿Qué es filosofía?
Él no lo sabía (lo que es la filosofía), nadie lo sabe, pero le quedó un ensayito muy rotundo: la filosofía es inventar conceptos, dice. Bravo por el genio. Hay que tener un concepto de inicio (no como esa gentuza que se fía de Hegel), y antes del concepto una intuición del mismo, un germen. A ser posible esférico.
A inventar todo el día, y en eso están los platones y los sloterdijks. Dejándose la vida en la fabricación de filosofía. Todos a producir conceptos compulsivamente.
Aquí está Deleuze, jugándose una idea, antes de asegurarnos que pensar es resistir.
Y a eso se dedicó siempre el francés, a inventar cosas que no servían para nada pero que sonaban muy bien. Conceptos que dejaban embobados a los lectores más avisados y leídos, conceptos creados para destrozar las mentes más refinadas.
Conclusión: ahora tenemos un batallón de críticos y similares que se dedican a citar a Deleuze y a diseccionar su vicio. Esquizofrenia y capitalismo.
Deleuze debía ser muy feliz conceptualizando, como todo adicto. Feliz como un niño.
-Venga, Guattari, que me aburro. La máquina falocéntrica, ¿qué te parece? No, mejor el esquizoanálisis.
-¡La anticatexis! Andiamo, Gilles, a escribir.
Y así toda la tarde.
Si alguien te dice que no es un adicto, no lo dudes: es un mentiroso.
La adicción, como la mentira, es inherente al ser humano. Quien no declara su adicción es porque teme que no le tomen en serio, no le miren igual y le pierdan el respeto. Cosas, todas ellas, esenciales para la cordura.
Inconcebible levantarse otra vez, con los andrajos del sol tras los cristales, viendo flotar la balsa podrida de tu vida en un océano espeso que debiera arder y que no prende, y no tener un abandono a mano, un libro, un vaso de vodka, un videojuego, una anfetamina, una obsesión, una fe.
Qué negra la vida sin una adicción, sin tu cuarto para las desmemorias y los excesos.
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