Tras los pasos de Sohrab Sepehrí



Existe un poema en el que laten las ventanas y dios habita en el agua, en el que un hombre nacido en Kashán quiere refrescar nuestra soledad, un poema que recuerda ese tiempo en el que “todos los policías eran poetas”, que lleva hasta la duda y la íntima libertad, un poema en el que un mendigo pide de puerta en puerta el canto de la alondra, en el que una madre lava un vaso de té en la memoria del río.

Vuelvo a releer el largo poema “Los pasos del agua”, del persa Sohrab Sepehrí, quizá el último poeta cuya lectura me ha devuelto la emoción adolescente del descubrimiento. Eso ocurrió hace dos años, y fue en la exquisita versión de Clara Janés y Ahmad Taherí, publicada en un delgado y suculento volumen titulado Tres poetas persas contemporáneos (Icaria, 2000), que también incluía poemas de Nima Yushij y Ahmad Shamlú. Los tres poetas eran una novedad para mí, pero sólo los versos de Sepehrí me persiguieron hasta alcanzarme.

“Los pasos del agua” es una oración donde todo se celebra: una fuente, una piedra, un árbol o la llanura. Pero también la memoria de su familia y su ciudad, el amor hacia un dios, y la vida que corre por el pensamiento de un hombre que parece escribir a la vez dentro y fuera del tiempo.

Desde lo cotidiano hasta la mística, desde lo biográfico hasta la filosofía, este poema inabarcable crece en la mente del lector como un sol que despierta y nos renueva.

Sepehrí consigue en esos versos ser a la vez ingenuo e irónico, celebratorio y descreído, mágico y cotidiano. Parece cosa de alquimia.



En el poema del persa hay un niño que huele a luna y un siglo encerrado en un verso, el crecimiento de una ciudad y el joven que tira piedras al muro de su colegio, “el asesinato de la pena por orden de un himno”, y un viaje por la historia sin dejar la poesía, y un ritmo de salmodia que nunca agota, y un poeta que se vuelve casa, fruta, taberna o insecto.

Sepehrí nos pide que nos lavemos los ojos y veamos las cosas de otro modo, que lavemos las palabras, no para que alcancen a nombrar a cada objeto, sino para que sean ese objeto.

En ese poema se nos pide que juguemos bajo la lluvia, que nos desnudemos y vayamos hacia el agua.

Habrá que hacerle caso al inolvidable Sepehrí, habrá que jugar bajo la lluvia, y releer de nuevo su poema, y acercarnos al agua, como quien busca sediento una verdad que nos cure.