Cómo deshacer cosas con palabras



Si la mentira es un juego de lenguaje que debemos aprender, como defendía Wittgenstein en sus Investigaciones filosóficas, es porque el lenguaje mismo es una forma de encubrimiento, un maquillaje social, un sistema de evasiones y disimulos. La sinceridad es solo un planeta deshabitado y gaseoso, algo que se presupone en la comunicación, pero que solo es percibido como un ideal. Acaso no existe escritor que no haya observado esa materia contradictoria con la que debe edificar su casa. Vista así, la literatura es siempre, como comprendió Kertész, una confiada negación de sí misma, una celebración de su propia incompetencia, una imposibilidad que sonríe.

Escribimos contra el lenguaje y contra nosotros, o no escribimos. Esos engaños hacen de la memoria un pasaporte falsificado: inventamos cuando creemos recordar. Cada biografía es  una reunión de fantasmas. 

La teoría de los “actos de habla” de J. L. Austin proponía una perspectiva distante, casi glaciar: había que acabar con las oposiciones de lo verdadero y lo falso, y hablar de actos desafortunados o no. Para Austin la insinceridad era un abuso, pero también un presupuesto conversacional. No existe en su teoría una mentira pura y abstracta, sino la mentira como recurso: el que miente lo hace para obtener cierto beneficio. La mentira que se da en la conversación cotidiana trama una realidad, eleva una estrategia y espera engañar al interlocutor. El arte, sin embargo, nos rescata de ese juego.

En el poema, en la fotografía o en la danza no hay verdad, no en el sentido en que utilizamos la palabra verdad en una conversación. Lo que vemos es juego y representación, y se nos muestra como tal. Todo encuadre es ficción, todo punto de vista del narrador también.

El arte es una fábula dentro de la fábula de la realidad, pero no pretende engañarte, no quiere que creas en nada, no te dice lo que debes pensar. Es apariencia, y en su apariencia, en su mentira esencial, es verdad. Acaso la única verdad que podemos rozar. La literatura es inútil porque no da respuesta, porque su función es no dar respuestas, y esa capacidad para contradecirse y para cuestionarlo todo es una de las pocas vías que nos quedan para socavar los relatos de la verdad.

La literatura debe atravesar la realidad y ser parte de la vida, pero debe conseguirlo sin caer en sus trampas. Por eso necesita la escritura defenderse de sí misma, evitar los automatismos del lenguaje, deshacerse de cuanto la empuja hacia la exhibición, la autodefensa y la tesis, que son los motivos habituales de su hundimiento.

No, la literatura no es constructiva. La literatura solo aspira a deshacer cosas con palabras (por hacer un juego con el título del libro inevitable de Austin, How to do things with words). Es como un niño que se ha propuesto desmontar el mecanismo y descomponerse a sí mismo, un niño insoportable e irreverente tal vez, habitualmente equivocado, pero también medicinal.

Escribimos para deshacer cosas con palabras. Cuando nadie se proponga esa labor será cuando el engaño, el encubrimiento del lenguaje, ese que usamos cada día para inventarnos, haya ganado la batalla y ya no sea posible jugar.


Un breve paseo con Chéjov




Chéjov nos dice en sus obras: aquí estáis en la intimidad y sin retoques. Esto es lo que sois. Decidme ahora que no somos lamentables, incoherentes y débiles. Decidme si el orgullo no es ridículo. Acaso un hilo de poesía servirá para beberse esta vida.

Tío Vania es una obra maestra en la que no sucede nada mientras sucede la vida. Los personajes que habitan la dacha sufren en silencio y sin tormento, no desean nada y no necesitan nada, caen una y otra vez, pero los golpes son invisibles. A veces se elevan, pero saben que nunca llegarán a nada, que son nada, como lo somos todos. Hojas que esperan su invierno, animales atemorizados que sobreviven en el bosque incomprensible de la existencia, desperdicios de una fiesta que nunca fue como soñamos.

Chéjov nos convence enseguida porque no nos engaña, porque no tiene prisa ni quiere aleccionarnos. Chéjov sabe que la literatura solo funciona cuando la historia, el drama, nos llega de forma indirecta. Es así como surge, sin darnos cuenta, como una medicina que estaba disuelta en el té, su arte para la sugerencia, esa corriente subterránea que recorre todos sus libros. Los dramas suceden fuera, o nos llegan cuando ya han sucedido, cuando no hay remedio. Vemos al personaje que expresa un sueño y cómo se desvanece luego, casi sin darnos cuenta; vemos los pasos de un deseo que pronto será rechazado. La gloria y el horror, si existen, están lejos, son como cartas que llegan desde Siberia o desde Moscú y que interrumpen la tarde, esa vida detenida de provincias, mansa, remota, almohadillada, y solo íntimamente, solo en las palabras que quisieran ser amables, son una tragedia múltiple.

Chéjov nos enseña lo que somos cuando no tenemos que interpretar un papel, nos lleva de la mano hacia lo privado, allí donde nadie cree demasiado en sí mismo, donde las ideas se pueden defender, pero no valen más que el calor del samovar o la belleza de aquella persona que nunca llegó a entendernos.

Los de Chéjov son libros amargos para gente con humor, escribió Nabokov. Sin ese humor –añado–, sin esa distancia de seguridad, la realidad se vuelve insostenible, apenas una farsa siniestra. La misma frase es en Chéjov a la vez cómica y triste, y siempre cierta como una hierba del camino o una silla en su esquina. Palabras que sirven para reírnos de nuestra cotidiana locura, palabras que nos explican, pero que no nos absuelven.


La casa encantada y otros cuentos, de Virginia Woolf



Conviene que un escritor comprenda pronto que detrás de lo visible habitan las entrañas y los pasadizos de lo real, sus recovecos y magulladuras, la velocidad erizada de un pensamiento que nunca será pronunciado, allí donde lo cierto se vuelve endeble y donde lo que se decía imposible respira y se multiplica. Esa fue la tarea esencial de Virginia Woolf, su método preferido: calcular las dimensiones, el aspecto y la naturaleza del iceberg en su totalidad tomando como referencia la parte emergida. Ese iceberg somos nosotros, inventores de un rumbo para quien viaja a la deriva. Lo que podemos ver de nuestros semejantes es una octava parte del todo, y no es mucho, pero en las páginas de Virginia Woolf esa materia es suficiente.

Los cuentos de La casa encantada pueden habitar alguna vez la fantasía, pero rara se adentran en lo inverosímil, porque su intención es desentrañar al otro, entrever la historia que fluye subterránea e insospechada detrás de la mujer que mira por la ventanilla del tren, la realidad del hombre que acaba de cruzar la calle con un gesto de contenido nerviosismo, es decir, lo que persigue este volumen es la vida entera, con sus templos de aburrimiento, sus obsesiones, sus alfileres de nadería, las discusiones en el parlamento de nuestra mente, las derrotas que hemos decidido esconder, los temores que nos zarandean, el afecto que no sabemos nombrar o la demencia de una vida tranquila.

Bastan unas pocas imágenes (una mano que rebusca en un bolso, la duda de una mujer al observarse ante un espejo, sus ojos que atraviesa el relámpago de una idea irritante y cíclica, bastan unas palabras intrascendentes, un traje como un caparazón, el miedo del que está a punto de atreverse y el miedo del que le observa, ese personaje que quiere romper el vidrio que lo separa de todos los demás) para que Woolf nos entregue sus anatomía de la realidad, sus largos corredores psicológicos, sus narraciones donde el argumento es un pensamiento que se riza, la fotografía de unos instantes, el reflejo de un rostro en su caída. 

Somos transparentes para Woolf. Nadie ha entendido mejor que ella nuestro dudoso comportamiento, esa necesidad de encontrar un proyecto, una excusa, un enemigo, pero sobre todo esa urgencia por obtener una incertidumbre lo más pequeña posible, una incertidumbre que no duela, tan diminuta debe ser, y a la vez, con la gracia de la contradicción, buscamos sin saberlo una incertidumbre suficiente, esa que nos permita respirar y equivocarnos, porque cualquier convicción es una cárcel.