Sobre la flotabilidad de los libros

Imagen: Ceslovas Cesnakevicius


El erudito inglés F. L. Lucas escribió a mediados del siglo XX: “Con casi veinte mil volúmenes publicados anualmente sólo en Gran Bretaña, existe el peligro de que los libros buenos, ya sean nuevos o viejos, se vean sepultados debajo de los malos. Si el proceso continuara indefinidamente, al final nos veríamos empujados al mar por nuestras bibliotecas. (...) La mayoría de los libros podría, según mi opinión, reducirse con acierto, no eliminando capítulos enteros, sino purgando las frases de palabras inútiles y los párrafos de frases absurdas.”

Los peores pronósticos de este erudito británico se han hecho realidad, y el novelista Saul Bellow le respondía en 1991 de la siguiente forma: “Contestar al problema de la cantidad con la calidad mejorada es una idea conmovedora pero utópica. Es demasiado tarde; hace ya treinta años que fuimos empujados al mar.”

Sólo en España se publican anualmente más cincuenta mil vo
lúmenes. No es necesario decir que los buenos libros van a tardar muchos años en salir a flote en ese vasto océano de libros prescindibles.

Esa agobiante espesura termina por desesperar a los escritores más impacientes. Se les puede ver en los peores aquelarres o en los más divertidos números circenses intentando descollar.

La razón por la que un libro termina por salir a flote tiene poco que ver con la razón, y mucho con la obsesión y el placer de unos pocos.

Han existido libros enterrados que no recordaban ni los mejores sepultureros, ni los más reconocidos helmintos de biblioteca. Pero un día, vaya usted a saber por qué, esos libros encuentran un lector ingenioso que afirma que ese cadáver es un libro genial.

De repente la noticia se extiende como si de un milagro se tratara, la gente visita el cementerio y el libro sale a flote.

Detrás del libro, atados los dos por una cuerda, suele aparecer el cadáver del autor.

Lo que viene luego es más conocido: una turba de elogios, la exhumación del escritor con un par de biografías sesudas o disparatadas (o las dos cosas a la vez), el nombre de una calle, de un instituto, esos armatostes llamados ediciones críticas, y si hay un centenario de por medio, hasta pueden organizarse congresos y encargarse esculturas.

Es la forma que tienen los seres humanos de convencerse de que ellos son más inteligentes que sus predecesores, esos idiotas, esos rancios que no tenían ni idea. Y mientras festejamos que hemos rescatado un gran libro del olvido, vamos sepultando algunos libros hodiernos.

Libros que mañana tendrán que desenterrar nuestros nietos, que también se creerán estupendos y sabios. Y dirán de nosotros, sus infelices abuelos, (¿pero no habíamos quedado en que éramos nosotros los más listos?), que éramos unos zánganos, unos cernícalos sin remedio.

De tal forma que la supervivencia y flotabilidad de los libros depende de una especie de visita periódica al cementerio, que otros llaman la biblioteca.

A mí me parece que esa afición por los cadáveres impresos, las exhumaciones y las relecturas es sanísima. Gracias a esa afición puedo seguir leyendo a Fernando Pessoa, Manuel Chaves Nogales, Antonio Porchia o Rafael Cansinos Assens. Gracias a esa afición los clásicos grecolatinos han sobrevivido hasta hoy.

No quiero engañarles, más allá del Principio de Arquímedes, mis conocimientos sobre la flotabilidad de los libros son muy poco fiables. Me guía la intuición y el placer. Sé que lo natural es que todos acabemos en alguna fosa abisal, durmiendo eternamente en nuestros sarcófagos encuadernados junto a peces sin ojos y nubes de zooplancton.

Pero lo importante no es saber dónde acabarán nuestros inventos de papel, sino seguir viajando con esos libros increíbles que aún siguen a flote.

Y si no encuentras ese libro que te justifica, o si tienes ganas de hacer descubrimientos, rebusca en esos cementerios fabulosos que son las bibliotecas: no conozco a nadie que tras buscar unos días no haya encontrado un salvavidas.

Todos a la hoguera



Los sabios han dictado sentencia y han impuesto una pena: no crean ustedes a esa gentuza que escribe en internet. Lean ustedes a los maestros que inundan las bibliotecas y los periódicos: ellos sí conocen la verdad.
Contra los deficientes y poco fiables contenidos de internet se levantan desde hace años las inteligencias más agudas y certeras de la tribu. La red mundial es un gran estercolero. Eso afirman, y debemos creerles, por ellos son gente honesta.

Internet es un tremedal donde uno puede hundirse si no te acompaña un guía valeroso y lúcido, un cicerone acostumbrado a domesticar selvas y allanar montañas. Y debemos creerles, porque ellos son gente honesta.

En las librerías no ocurre eso: allí todo es alta literatura, todo es perfección y genialidad. Si un libro llega hasta una librería, nos dicen, es que ha pasado por unos mínimos filtros de seguridad, por un cedazo de garantías intelectuales. Y debemos creerles, porque ellos son gente honesta, los representantes de la masa encefálica de nuestro país.

En internet no hay filtros y no hay certezas, porque los seres que se acercan a internet no saben razonar, no distinguen, no alcanzan a comparar dos datos, dos definiciones. Y debemos creerles, porque ellos son gente honesta.

Es verdad que a veces estos genios del pensamiento se contradicen. Pero ellos tienen permiso, porque contradecirse desde la tribuna es un acto de genialidad, y hacerlo desde el fango es una torpeza. Se contradicen y se quedan muy contentos, como alelados, cuando algún infame bloguero (esos seres purulentos, ególatras y cínicos) les dedican unas líneas elogiosas a su último libro. Entonces, aunque sólo sea por una vez, reconocen que internet tiene sentido, porque ellos saben que una flor de la inteligencia ha brotado entre la inmundicia y el limo. Y debemos comprender su repentino afecto, porque ellos son gente honesta.

La verdad es que esta enfermedad es muy antigua, tan antigua al menos como el miedo. La llegada de la imprenta aterrorizó a la Iglesia, que temía con razón que las ideas heréticas se propagaran por el mundo sin control. Ellos encontraron la manera de controlarlo casi todo, pero el invento de Gutenberg fue más poderoso y la maldad terminó abriéndose paso. Cualquier pobre desgraciado, cualquier siervo de la gleba, con un poco de instrucción y de caletre, podía acceder a la sabiduría universal.

Hace ya unos años que internet es el mal. La lujuria, el ocio, el fanatismo y la locura invaden la red, y todos sabemos que de eso no hay nada en las librerías, en los periódicos o en la televisión. Si los inquisidores pudieran, nos mandarían a todos a la hoguera por pervertir a la casta literatura y su purísima leyenda.

El Pentateuco de Wagenstein


El Pentateuco de Isaac
Angel Wagenstein
Libros del Asteroide


El protagonista de esta novela escrita en cinco libros es Isaac Blumenfeld, un judío vitalista, hijo de un hasidim, feliz en su pueblo hasta que el destino se empieza a torcer y es reclutado para luchar en la Gran Guerra bajo la bandera del Imperio Astrohúngaro. Pero la guerra termina antes de que Blumenfeld dispare un sólo tiro. En unos segundos el sólido Imperio Astrohúngaro pasa a ser un puzzle amarillento y manoseado en mitad de Europa.


Según los grandes cerebros militares de la Alemania derrotada, la culpa de la catástrofe la tienen los judíos y los ciclistas. Hay quien no entiende lo de los ciclistas. Sobre la culpa de los judíos nadie duda.

Disuelto el Imperio Astrohúngaro como una lágrima de azúcar en un café hirviendo, el rabí Bendavid, gran amigo de Blumenfeld, termina así su primera predicación tras la guerra (pág. 86):

"Es una ley natural: los fuertes se comen a los débiles, pero su apetito suele ser demasiado para su capacidad digestiva, por eso les dan diarreas y ardores que se curan con revoluciones. Estas últimas crean el caos y del caos nacen mundos nuevos; ojalá el mundo de mañana nos salga menos cagado que el de ahora. Así, hasta el próximo reparto de los naipes, o sea, hasta la próxima guerra. Ésta no va a tardar, los dientes del dragón de la revancha ya están sembrados en el fértil suelo de Europa y darán una buena cosecha, creedme. Sabbat Shalom, muchachos."

Blumenfeld se fue como astrohúngaro a la guerra, pero regresa como polaco.

Un par de años después se acuesta polaco y se levanta soviético.

Estaba claro que el mundo tenía ganas de jugar con él. Tras la Paz de Riga, fin de la Guerra Polaco-Soviética, de la que Wagenstein habla poco, porque ya hay suficiente pólvora en las bibliotecas, el señor Blumenfeld se casa y trae tres hijos a este mundo desnortado.

La invasión alemana de Polonia lo convierte en ciudadano del Tercer Reich. Siendo judío esa ciudadanía vale tanto como la evaporación de una mariposa de agua. Por eso Blumenfeld se hizo pasar, mientras pudo, por un gentil.

Pero este descendiente de los macabeos no tiene suerte y muy pronto es detenido por los nazis y obligado a trabajar fabricando casquillos de balas en la Base Especial A-17, en Alemania.

Wagenstein nos muestra la confusión de un hombre que no comprende los giros dementes que da su vida, alguien que busca sin éxito un manual de instrucciones para guiarse entre la oscuridad. El escritor búlgaro evita todas las formas del patetismo, renuncia a toda queja, y se aplica al humor y a una prosa sonriente que nos reconcilia con el ser humano.

Su trazo satírico no perdona a nadie, tampoco a los suyos. El mundo que nos describe Wagenstein es como una incisiva historieta donde abundan las anécdotas a la vez hilarantes y crueles. Con él atravesamos el horror del siglo XX sin evitar la angustia, pero también sin dejar de reír.

Blumenfeld no es un héroe, ni siquiera un valiente. Sobrevive por azar a la locura que le rodea, pero no encuentra cobijo contra ella, ni explicación para esa enfermedad que parece haber afectado a todos los seres humanos, con uniforme o sin él. Sólo las interrogaciones y un humor catártico se abren paso entre el barro y la tiniebla.

Tras el cierre de la Base Especial A-17, que era sistemáticamente saboteada por los trabajadores, Isaac Blumenfeld ingresa en el campo de concentración de Flossenbürg, en el Alto Palatinado. El narrador y protagonista declara que no desea volver a contar lo que ya todos sabemos, lo que otros han contado antes y mejor. A pesar de esa intención, Wagenstein no puede evitar mostrarnos, aunque sólo sea en unas pocas páginas, ese inmenso coro moribundo que desfila sobre el barro del lager.

Cuando el campo es liberado por las tropas aliadas los magullados huesos de Blumenfeld, enfermo de tifus, acaban en un hospital de Salzburgo.

Meses después, recuperado de su enfermedad, sobreviviendo en Viena gracias a un pujante mercado negro, recibe una carta del rabí Bendavid. Su esposa y tres hijos han muerto.

Aún tambaleándose es detenido por las autoridades soviéticas, que le acusan de traición por actividades contrarrevolucionarias. Blumenfeld no puede creer lo que le está pasando. Explica que él es una víctima, no un asesino, pero es como hablar con una piedra.

La traición es internacional, le dice el acusador.

La estupidez también, responde Blumenfeld.

Y así acaban sus internacionales huesos en un campo de reeducación soviético, más conocidos como gulag.

Cerca del paralelo 70, en el mar de Chukotka, frente a la Isla del Oso, están los campos de reeducación soviéticos que esperan a Blumenfeld. En la inmensa nación de la igualdad y la justicia eternas hay unos campos donde gobierna una ley más sencilla y primitiva: una interminable noche blanca que dura seis meses, y largas jornadas de trabajo con temperaturas inferiores a los 40º bajo cero.

Luego es trasladado a Kazajistán. Ahí se detiene la narración de Wagenstein-Blumenfeld, que al final de la novela nos confiesa vivir como un anciano sin esperanzas en su querida Viena.

¿Algo de todo esto tuvo sentido?, se pregunta Blumenfeld. Pero no hay respuesta posible. El azar nos hunde o nos eleva, y a él le tocaron el limo y el olvido.

En este viaje sólo podemos elegir cuándo queremos bajarnos del tren, como hizo Stefan Zweig un 22 de febrero 1942, en su exilio brasileño, cuando creía que su amada Europa y su cultura serían barridas por el nazismo. Blumenfeld nunca renuncia a la vida, aunque no le encuentre sentido, aunque quisiera ver a Dios trabajando algunos días sobre la nieve de Siberia.

No es otro libro más sobre el mismo tema. Es un libro descarado y luminoso que se ríe de ese animal contradictorio y ciego que puebla la tierra con su absurda fachenda.