Mrozek y un simio llamado Godot


Huida hacia el sur, publicada en 1961, quiere ser una burla de la Polonia comunista. Slawomir Mrozek elige para su baile la estrepitosa música de la novela juvenil de aventuras y por compañero y protagonista a un simio llamado Godot. 

No es un simio cualquiera. Godot es capaz de leer centones de biología y novelas esponjosas, capaz de hablar un perfecto polaco y de improvisar un poema dadaísta. A Godot le añade el autor la compañía de tres adolescentes seriamente inútiles. Los cuatro recorren Polonia, tan propensa al surrealismo. Su objetivo es huir del país y que Godot regrese a las playas de su amada Indochina. 

Godot es un eslabón perdido entre el ser humano y el primate, aunque su aspecto es el de un gorila ejemplar. La mayor parte de la novela se la pasa el simio disfrazado: un rato de campesina cracoviana y otro rato de poeta. Tiene mucho más éxito como cracoviana velluda que como poeta antisistema.

Mrozek no se esconde, no lo necesita. Quiere reírse de los planes industrializadores de su país, mostrar esas chimeneas sin fábrica, esos columpios resquebrajados en mitad del páramo donde se divierten niños invisibles, esas cadenas de montaje de zapatos solo para el pie izquierdo, la retórica por el bien del Estado de los honorables corruptos, los alegatos en favor del gorgojo de la patata, los escritores sindicados, esas reuniones de poetas a mayor gloria de sí mismos, los festivales deportivos de las granjas colectivas observados, en toda su grandeza, por el periódico oficial… 

En fin, nada que desconozcamos, nada que no podamos ver cualquier día repasando un diario. 

A Mrozek no le salió gratis. En 1963 tuvo que exiliarse. Tardó treinta y cuatro años en volver.

No importa el destino de Godot, tampoco el de sus acompañantes. Solo importa ese viaje, que es la excusa necesaria para entrever una sociedad que hace todos los esfuerzos necesarios por no parecerlo.

A Slawomir Mrozek le gusta jugar a presentarse como un ingenuo. Sabe que los recipientes de aspecto inocuo funcionan mejor para el contrabando de veneno.

Huida hacia el sur es una bebida engañosa. Tiene la apariencia de un refresco, pero su veneno hace efecto pronto, en cuanto creemos que se acabó la broma. Lo cierto es que la sonrisa de Mrozek es tan amarga que el realista Stasiuk, tan poco complaciente con nadie, parece un sencillo humanista, un crítico equilibrado en comparación. 

En La vida difícil era más evidente su sarcasmo, también más exacto. Pero La vida difícil contiene varias miniaturas satíricas en forma de obras maestras. Es imposible afilar más la pluma sin cortarse uno mismo.

La Polonia de Mrozek es a la vez inmensa y mezquina. En ella caben todos los sueños, pero ninguno de sus soñadores parece albergar forma alguna del sentido común. 

Mrozek, Szymborska, Bienczyk o Stasiuk son ejemplos suficientes para saber que se equivoca.

Mrozek reconocía que en 1950 sentía claustrofobia viviendo en aquel país. Ahora, acabado el comunismo, siente náuseas.

No ignoro que el nombre del país podría sustituirse, con un pérdida muy leve, por cualquier otro.



Ilustración de Daniel Mróz para el libro El elefante (1957) de Mrozek.


Una vez al año




Han caído otra vez sobre la ceniza, y el humo ha regresado, adensándose, a la boca. Están todos allí, un año más. Un espantapájaros con traje de fiesta salta desde las botellas de vino y se sumerge en un sol que escupe sobre las paredes blancas de la vieja casona. Tres mamíferos se agaritan en una esquina y esperan. Un par de lechuzas abren los ojos y mascullan con una cerveza en la mano, ofreciendo media sonrisa maquillada. 

Son los primeros días y el aire aún circula. Se festeja nada, pero es una nada suficiente.

Luego los días van estrechando los pasillos, robando oxígeno y fermentando el desacuerdo, tan gustoso.

Ninguno ignora el ritual de estos encuentros, todas sus minucias y roedores, como no ignoran los detalles repetidos: el mantel blanco de cada año y sus islotes quemados, los desconchones de las paredes nunca reparados, la dulce gangrena de los armarios o el estertor de las sillas. Saben que están condenados a ascender por la espalda de unos recuerdos comunes, manoseados o falsos, condenados a saludarse en indiferencia, a curiosear ruinas en la mirada del otro, todo para conseguir atravesar el sopor de un verano que estalla en los aleros y se disgrega en diminutas pesadillas.

Los días son allí escamas repetidas en el cadáver de un pez aún luminoso. Apenas son burbujas lo que dicen, sonsonetes. La lengua se desliza y pronuncia. Mascullan un plan, proponen una huida o ronzan por la gran casa como espectros.

Hay que salvarse pronto y algunos proponen juegos. Es lo mejor: jugar y sin por qué. Otros prefieren tratar el día a puntapiés o dormitar. Pero la mayoría van encapsulados en su sermón, o al tráfico perpetuo y exclusivo con su pareja. Son cuerpos en órbitas irregulares pero predecibles.

Las tardes se multiplican y traman sus espejos y sus desfiladeros de humo. Acuden a la imaginación, pero sin pólvora. A veces amagan sarcasmos, calentados desde el amanecer alrededor de una mesa ovalada. 

Cuando llega la hora de marchar el silencio ya les trepa por el cuerpo como una enredadera. 


Imagen: William Eggleston

Una inercia antigua




Ves a F y sabes que su primer impulso es destruirte: quiere matar, disponer de ti, eliminar todo lo que tú representas, hacer daño en cada caso y sin por qué. Ves que sufre por no hacerte sufrir, y tu media sonrisa le tortura. Es un adulto, pero es un niño. Un niño desconfiado y ciego que necesita abrirse paso entre los cadáveres. Somos su alimento y no queremos serlo.

Así viene la tarde. Una tarde más, sucia y seca, con cristales donde el sol repta y se abandona. Pero nunca falta algo de vida que traer aquí.


No hay otro juego que me importe más que esa danza perpetua que es el carácter. Cada uno en su locura, a la deriva, atajando contradicciones con mentiras, disponiendo la realidad a su gusto, engañándose cada mañana para sobrevivir. Y hay una mezcla de náusea y de ternura en todo eso. En saberlo y en que no importe. 

Hubo un día en que a N la realidad terminó por desesperarle. Le dijo basta. Cállate. Cierra la boca. Luego se marchó de sí mismo y no volvió. Ahora no vive, solo parece que vive. La vida quedó lejos, en otro escenario, fuera del mundo, en un planeta inhabitable y remoto. N sabe que no volverá a ese planeta, que algo inmenso e inconcreto le ha destruido y no entiende por qué. Él, que buscaba ser tantas cosas, se ha convertido en aquello que despreciaba. Ahora bebe en silencio, y siempre espera que mañana nunca llegue.

O la rubia E, cuya vida es una huida: huir de sus padres, de sus hermanas, de su fracaso, de sí misma, de la pobreza, de los estudios, de sus propios sueños. Solo huir y sin descanso. Se mira al espejo y se gusta: le encanta mentir, y elevar esa mentira hacia la intimidad, dedicarse a sí misma sus mejores creaciones en el engaño. Solo cuando sueña, cuando no mide y se abandona, la huida es imposible y debe regresar. Pero E apenas duerme. No conviene dormir. El sueño es el enemigo. Su trabajo en la oficina rectangular y blanca, sus mínimas rutinas diarias, su calculada forma de matar el tiempo, de ignorarlo todo, de ignorarse a sí misma, son las ceremonias de esa larga huida que es ella. 

El calor es una infección que sube desde las aceras. Una inercia antigua nos empuja hacia la noche, mientras la ciudad sigue girando en su maquillada decepción bajo la tensa interrogación de las farolas. 



    Foto: Salvo Petri