Anoche




Hace años que perdió su trabajo y su familia como quien pierde la única cuchara que posee y debe esperar que sean otros, madres imaginarias con papalinas blancas, quienes le alimenten.

Anoche lo vi detenido frente a un edificio, sus ojos eran piedras negras que reflejaban el sol de las farolas, observando las grandes ventanas iluminadas, ese enjambre rectangular como una radiografía de la caldeada supervivencia. No podía ver nada con los ojos, porque el pudor de las cortinas todo lo esconde, pero la sed ve más lejos. No era comida lo que necesitaba, tampoco alcohol, solo buscaba a los otros, al desconocido que le saluda cada mañana, al que no puede detenerse, al niño que cuida de su madre, al padre que detesta al padre que le ofreció un techo, al sabio necio que no sabe callar, al maestro que ignora lo que enseña y se tortura.

Hace años que no sabe quién es. Hace tantos años de todo: la calle está para él llena de saludables cadáveres, llena de cafés ocupados por sombras que hablan de algo que nunca ocurrió, llena de fantasmas que dicen nuestros nombres como quien recita una lista de bajas en una guerra ridícula y antigua.

Cuando camina por la calle, la mirada fija en un lugar lejano, la gente se aparta de su lado, como si temiera contagiarse o ver lo que él ve o caer como él cae. Se apartan, pero el único que no disimula es él, el único que no necesita ser otro.

Ahora se aleja hacia donde la ciudad se arrastra y disgrega como una colonia de ratas adormecidas. Se aleja, pero no huye. Acaso está volviendo.