Las oposiciones de Ulises



Este país crece en surrealismo a medida que lo descubro, y esto es algo que me desagrada pero no me sorprende, porque vengo de un país donde el surrealismo tiene sus legiones y su parroquia. 

En Italia las calificaciones de una oposición a notaría pueden tardar años en publicarse, provocando una espiral absurda. El opositor puede madurar, reproducirse, languidecer y morir sin conocer la estremecedora nota, y esa ignorancia última debe ser considerada una piedad, pues hubiera sido perverso recibir el aprobado mientras agonizaba. 

Otra posibilidad es que el opositor, desconociendo su éxito o su fracaso, se presente de nuevo a otra oposición similar. Esto permite que una sola persona pueda obtener dos o más plazas, abarcando no sólo un despacho, sino varios; si el opositor italiano insistiera, podría terminar invadiendo poco a poco varias oficinas hasta conquistar toda una consejería o ministerio. Parece imposible, pero nada es imposible en la tierra de Boccaccio. Aunque no se hayan publicado las calificaciones de las oposiciones pasadas, cada año se siguen realizando nuevas convocatorias. 

Conseguir una plaza de funcionario tampoco te asegura nada por aquí. Uno puede celebrar ese aprobado con sus amigos en el Trastevere, puede mojarlo con unas copas de rosso o de prosecco, pero nunca perderá la certeza de que es un título honorario. Me explico. En octubre se manifestaron frente al Palazzo Montecitorio, sede de la Cámara de Diputados, un numeroso grupo de funcionarios de papel. Los llamo de papel no porque sean unos pusilánimes, sino porque han ganado su plaza y así lo señala un papel, pero llevan años esperando que se les adjudique alguna oficina, sotabanco, zaquizamí, archivo o socavón. Parece que en Italia hay unas cien mil personas hacinadas en esa sala de espera. Todos aprobados, expectantes, furiosos.

Más que un opositor obstinado, en este país uno debe semejar a Ulises y prepararse para todo. En el camino habrá lotófagos, cíclopes y lestrigones, habrá que aprender todas las formas de la paciencia y de la desesperación, habrá que visitar el Hades y consultar al ciego Tiresias.

Pero Ulises no debe conocer el desaliento. Con suerte o sin ella, con la ayuda de los dioses o contra ellos, nuestro héroe seguirá luchando. Una mañana, tras muchos exámenes, después de varios lustros de padecimientos, al fin llegará una carta que le concede, a regañadientes, su aprobado. La aventura está lejos de terminar. Quizá ese opositor, gran optimista, pida un préstamo a sus amigos y familiares para ir acomodándose a la descansada vida que le espera. Pero la plaza de funcionario, el mullido sillón, el ansiado sueldo, se retrasan y retrasan sin explicación. 

Nuestro Ulises protesta, presenta reclamaciones y nuevas demandas, se manifiesta, se encadena a la columna de Marco Aurelio, se lanza en paracaídas sobre la Piazza del Campidoglio, hace huelga de hambre en el Panteón con otros veinte damnificados, todos conjurados bajo unas mantas. Al final, tras décadas de esfuerzos, consigue llamar la atención y le dan su plaza, su despacho, su silla y su renqueante ordenador. 

Ha llegado a Ítaca. Como funcionario ejercerá su oficio con una esmerada indolencia y un espontáneo desinterés. Quizá se vengará en silencio de tantas humillaciones provocando otras, y distraerá papeles, quemará reclamaciones y abrazará todas las formas de la apatía. Tras dos años de fatigosas desidias, se verá condenado a jubilarse. Está obligado por su venerable edad. 

Pronto tendrá tiempo para escribir su aventura, que bien pudiera ser una radiografía de este fabuloso país. 

También Roma



A veces me encierro en esta celda de San Pietro in Montorio y no quiero salir. Es como si esta ciudad me fagocitara cada vez que intento entenderla. A la vez me seduce y me espanta esta Roma piadosa y miserable, espinada y tersa, histriónica y natural. Me encierro y busco en los libros lo que la realidad nunca me da. Quizá estoy equivocado. También los libros son un espejismo, también Roma. 

Camino sin rumbo por el Trastevere hasta que me llama la fachada de una iglesia. No es posible entrar, porque una valla de madera me impide acceder a la Chiesa di Santa Maria dell’Orto. Desde la puerta atisbo lo que puedo, que es muy poco, pero encuentro muy delicadas y propensas a convertirse en esculturas a las tres personas que limpian el suelo de la iglesia. 

Alguien tendrá que dedicarles una obra algún día a esas dos mujeres y a ese anciano que barren y fregan ese suelo de mármol. No lo hacen con pasión, pero tampoco se rinden o detienen. 

Sin duda su entrega vale más que la iglesia que sólo alcanzo a entrever. Me bastan ellos para entender este día, para salir indemne y regresar a mi habitación sin queja. 

En cada esquina de esta ciudad hay una iglesia esperándome, siempre absurda y hermosa, siempre silenciosa y grandilocuente. Sólo le faltan a estas iglesias, para ser un reflejo exacto de la ciudad en que se levantan, las ruinas y los desconchados que Roma muestra con gracia y con impudor, y que son una parte de su cotidiana locura y de su cojeante naturaleza. 

Variación sobre un tema de Fabio Montes

Imagen: Saad Salem



El energúmeno que sólo desea quitarte la razón y el adulador que no pierde ocasión para dártela; el propietario de ese aparatoso puro que culmina una barriga lunar; la vecina que te impedía jugar en el portal de tu edificio y te llamaba hijo del demonio, criaturita de satanás; el aceitoso parroquiano que recorta y escupe las palabras acodado en la barra de un figón suburbial, aferrado a ese vaso de vino que es demasiado pequeño para sostenerlo; ese taxista que nunca detiene su monserga; la dependienta escuálida y arrugada que te perdona la vida cuando te atiende; el profesor que grita para que dejen de gritar sus alumnos; la joven que dice admirarte pero no te deja hablar; la madre que te aprovecha para su desahogo; esa corbata que sólo sabe dar órdenes; ese analfabeto con despacho que cada mañana cisca un discurso; el cuerpo que deseaste y que nunca alcanzarás, el mismo cuerpo que cada día pasa a tu lado, altivo e indiferente; el espantapájaros que reclama tu atención para venderte un seguro de vida; el maestro jubilado que sigue impartiendo lecciones ante un auditorio de sombras; el gazmoño universitario que se da pujos de radical y te presenta, sin pedírsela, a su buena amiga la Verdad Absoluta; ese conocido pelmazo que te taladra con sus grotescas aventuras; el conferenciante que embadurna su cacareo con un desfile de tecnicismos y una sintaxis tartamuda; el que te insulta con motivos y siempre te recuerda tu peor día; el que se burla a tus espaldas pero guarda una sonrisa para tu cara; la poeta que suplica lectores pero hierve ante cada crítica; el que está seguro de que son los otros los culpables de todos sus males; el que se felicita con tu fracaso; el que espera no volver a verte nunca más.

Esas personas son la representación de lo que no queremos ser. Son los otros. Pero es un engaño natural de nuestra mente, una mentira que nos contamos para sobrevivir.

Esas personas que tanto nos molestan somos nosotros. Desayunan tu pan, beben tu café, hacen tu trabajo, se acuestan contigo y aún no los conoces. Basta con que te acerques a un espejo para verlos. Todas, sin que falte ninguna, están en ti.


El primer día



Transformar algo muy pesado en algo ingrávido. Ese era el oficio de Robert Walser para el autor de El paseante solitario, el libro en forma de retrato que firma W. G. Sebald. La afirmación valdría para cualquier escritor que merezca ese nombre. También habla Sebald, para definir el estilo del escritor suizo, de una “simulación de torpeza con el mayor virtuosismo”.


Dejo el pequeño libro del alemán y me voy al parque. Está muy cerca de donde duermo. Cuando no sucede nada, excepto lo cotidiano e inevitable, es cuando más se disfruta este parque esquinado y acogedor.

Es un parque breve, y sus límites son siempre visibles, pero hoy no necesito más, me basta este escenario donde todo sucede aunque parezca que no sucede nada. En una de las esquinas suele demorarse un grupo de adolescentes: acampan allí todo el día, y allí fuman y trapichean hasta la noche. No suelen molestar a nadie. Tienen su territorio y carecen de aspiraciones. En la esquina contraria hay un café con terraza y muy cerca de la terraza hay un parque infantil. Por ese lado llega la vida al parque, que cada tarde es colonizado por un ruidoso enjambre de niños y de padres vigilantes. No hay tregua para el columpio, tampoco para el tobogán o para el enfermizo caballo cuyas extremidades han sido sustituidas por un resorte gigantesco. Otros niños prefieren revolcarse por el césped, hacerse los muertos, pelearse o dormitar.

Alguien llega y se sienta en uno de los bancos de madera. Se pone a leer a sorbos, interrumpido con agrado por la obra que se representa ante él. Las lecturas se examinan aquí: es como si los libros propusieran una teoría que este parque refuta o aprueba. Basta con levantar la vista del papel para ver cómo la otra literatura, la que escriben el sol y la sangre y las infinitas generaciones, pasa por aquí sin detenerse, como si este fuera el primer día de la creación.

Luego ese lector regresa a casa y escribe en un cuaderno ese tejer y destejer de los días y las noches. Escribe para convertir algo muy pesado en algo ingrávido.

Una mañana en la cafetería



Busco refugio contra el caldo hirviente de este día de verano. Lo encuentro en una cafetería abarrotada y ruidosa. Frente a mí devora con placer unos bocadillos una familia en la que sólo parece faltar el padre. La abuela es pequeña y gruesa, de pies hinchados y venosos, con unas gafas inmensas tras la que bailan dos ojos oscuros, de mirada perpleja, consternada, sólo feliz cuando mastica y cuando ve masticar a los suyos. Lleva un traje viejo, de un azul marino descolorido, y un bolso negro cruzado perpetuamente sobre la barriga. La vida no ha sido fácil para ella y hoy se muestra sin fuerzas para seguir domando la naturaleza salvaje de los que la rodean. Mira a su hija y a sus dos nietos con una especie de misericordia que tiene una astilla de alegría y un fondo de amargura. Ella esperaba… Pero esperar algo de la vida es siempre un exceso, parece decirme mientras mira a ningún sitio.




Su hija está sentada frente a ella. Es más gruesa que su madre y vive en un enfado constante. Reprende a sus dos hijos por su forma de comer, por las palabras que ciscan, que son un plagio de las suyas, luego discute con el aire, espanta moscas como si peleara con ellas, gesticula airada y mientras gesticula las carnes se revuelven y agitan, fatigadas de tanto combate.





El mayor de los dos hijos, de unos dieciocho años, es remoreno, va tocado con una gorra rapera, lleva pendientes y tiene un hablar bronco, pastoso, cultivado en las mejores calles de su barrio. Algunos virtuosos oyentes podrían señalar el barrio con sólo identificar ciertas palabras. El joven muestra una desgana natural, constitutiva y espléndida. Su desgana parece ser su doctrina. Los párpados pesados, que imitan a los mafiosos del cine, refutan cualquier ilusión, amonestan toda esperanza. Sabe que no hay ningún lugar al que llegar, que todo ocurre tarde y sin sentido. Lo imagino esquinado en su barrio, con veinte años más, ganado el respeto entre los suyos, feliz en su desidia, triunfador y áspero.






Su hermano le imita sin convicción, seguro de poder superarle pronto. Otra esquina le está esperando a él y lo sabe, otra desidia, otra jerarquía. Ignora a la madre, pero cuando habla repite sus gestos e iguala sus insultos. Unas bolsas con alimentos descansan en el suelo, entre las cuatro sillas, como una barricada improvisada en una guerra invisible. Ya se van.


No muy lejos encuentro otra familia, igualmente maravillosa, discutidora y glotona. Podría elegir cualquier mesa, en todas hay materia para una novela.

Vuelvo a la mesa que está frente a mí. No ha pasado un minuto vacía. Ahora se ha sentado una joven fumadora, diminuta y maquillada, con un traje rosado y un collar de perlas que intuyo de bisutería. Entiendo mejor el cuello desnudo, las cosas que aceptan lo que son. La joven salva su pequeñez encaramándose sobre unos zapatos de tacones altos y dolorosos. Uno no la ve guapa, pero ella actúa como si estuviera en un escenario y todos fuéramos sus admiradores. Está sola, se aburre, no para de mover las manos y de trastear con su teléfono móvil. Al final termina por hacer una llamada.

El aburrimiento es la miseria de la inteligencia, su podredumbre. Basta un poco de curiosidad para salvar esa trampa. No me puedo quejar, a mí nunca me ha faltado esa curiosidad que convierte la realidad en una representación inagotable.

El calor no cede y la gente se renueva ante las mesas sin descanso. Un camarero, camisa blanca y pajarita negra, la cara roja y sudorosa, me observa unos segundos mientras escribo. Sonríe con una mezcla de humor y tristeza. Los dos somos felices e insignificantes. Él parece útil, sirve con diligencia y nos observa a todos con delicia. Yo intento imitarle.



La vida en la escalera




Se fueron sin despedirse, como los héroes, mis atormentados y ruidosos vecinos, y ahora no tengo nadie de quien quejarme. Antes todo estaba claro, existía un orden preciso, una matemática vital: si mis vecinos convertían su casa en discoteca o en campo de batalla, yo escapaba con mis bártulos a una biblioteca, a un parque o a la casa de un amigo desconcertado, que no comprendía mi afición a leer en su sofá.

Antes había tardes en que mi suelo temblaba con un ritmo diabólico, y la tranquilidad era un fantasma caprichoso que se disolvía justo en el instante en que la estruendosa música vecinal ocupaba mi apartamento.

Antes soñaba con Naipaul, con su casa a prueba de ruidos, con sus habitaciones insonorizadas.

Eran gente de fiar mis vecinos, animales sistemáticos: apenas dos o tres detenciones al año, media docena de discusiones a gritos cada mes, una fiesta y una pelea por semana.

Tenían costumbres felices. Vivían a medio camino entre su casa y la escalera del edificio, optando siempre por esta última en caso de duda. En la escalera trabaron amistades, menudearon sustancias, almorzaron, hicieron el amor y se partieron la cara. Nunca entendí su entusiasmo, pero hoy comprendo que es en la escalera donde está la vida, y que los demás sobrevivimos enclaustrados, esclavos de la biblioteca y de sus pasillos y espejismos.

Ahora que se han ido comprendo que eran ellos las víctimas, porque soportaron sin queja mi insufrible silencio.

Nada será igual, lo sé. Salgo a la terraza esta noche y este lugar se parece a lo que fue siempre, una urbanización de las afueras de Santa Cruz, fea, pacífica y mortecina. Desde aquí el mar y el cielo son una piedra oscura que sólo desmienten las luces de algunos barcos fondeados.

Pero hay días en que escucho un lejano zumbido, un retemblar de altavoces que se acerca, y pienso que son ellos, que vuelven para tomar posesión de su escalera, y entonces recuerdo otra vez aquella vida, como si aún no hubiera despertado de la pesadilla.

El circo en la blogoteca


Imagen: Frederick Glasier


La cosa viene de antiguo y no tiene remedio. Y a mí me encanta, para que les voy a engañar. Soy un adicto, un payaso, como casi todos por aquí. Esto de la literatura y su variante en red es como una corrala donde cada inquilino tiene por amigo del diablo a su vecino.

No escasea la diversión en la blogoteca. Los poetas se quieren a navajazos entre comentarios, se pulen la estética al corte, se dan mantequilla en anónimo y luego acuden a gramática para despiojarse. Hay niños que aún no han salido de la casa de mamá y se extraen de la piedra del cacumen una pose de majaderos turbios, de aristócratas de tugurio, con vida esponjosa y noches de ayahuasca y diosas; otros se ponen de científicos, de críticos al día, se dan pujos de sabios mutantes, espabilados ellos, con su pacotilla de citas y su librea de eruditos, vienen erizados de tecnología crítica, empachados con las últimas novedades en los misterios del significado, la construcción oracional y las estructuras narrativas. Es una fiesta y hay para todos, incluso unos cuantos escritores que merecen ser leídos.



El desfile es maravilloso. Están los críticos de contraportada; los contracríticos, que
se creen definitivos, tenebrosos y auténticos; los escritores asociados, dispuestos a morir por sus camaradas, amantes de la revista oficial en papel satinado y del panegírico al presidente, pero que se rebajan al blog como quien se tira en el barro. Vean a los profesionales de la política, gente seria, intocable, que hace de su literatura un decreto, con esas maneras mafiosas envueltas en sonrisas electorales. No se olviden de los que tienen en el blog su negociado, pagos y cobros, con sus reseñas a los amigos, esos lugares donde se celebran las novedades con copas gelatinosas recubiertas con galleta filosófica o con un amable pudding agradecido. Están los analfabetos que alardean de sus obras completas; los filósofos sin filosofía, entrenados en la nota al pie y en ese salvavidas que es la cursiva; están los escritores confabulados al calor de la camarilla teórica y del maestro, que viven en cruzada contra el universo y su cochambre. En este circo no se descansa. Miles de genios al borde de la obra maestra trabajan noche y día para iluminar nuestras pantallas. Benditos sean.

Aburrise es imposible por aquí.

Nunca hubo tanta literatura, tanto disparo al aire, tantas jóvenes promesas, tantos genios jubilados.

Todo eso desfila por la blogoteca, pero no hay novedad alguna. Cuando no existía un solo blog sobre la tierra y los ordenadores sólo aparecían en las películas de ciencia ficción era todo igual, aunque la corrala de la literatura era más pequeña y asfixiante. Las hemerotecas exhiben sin pudor aquellos desfiles con banda.

El olvido, tan acogedor, nos absolverá a todos. Pero mientras dure el circo, no se pierdan ustedes los homenajes con forma de ataúd, las didácticas cuchilladas, los concilios ecuménicos. A veces, sin saber por qué, pasan cosas extrañas, y te encuentras con algo de fabulosa literatura.


Cónclave de locos



Me cuenta Stefano, un genovés que intenta higienizar mi fangoso italiano, que la palabra tertulia no tiene una correspondencia exacta en el idioma de Leopardi. Le propongo dos traducciones aproximadas: conclave di pazzi y guazzabuglio con caffè. Me mira como si hubiera perdido la cabeza.

Pronto comprobará el genovés que la tertulia de Al Faro admite esas dos definiciones. Excepto unos pocos incondicionales y enfermos, entre los que me encuentro, el resto de tertulianos no suele repetir su experiencia.

El trato que se le dispensa a los nuevos en nuestra tertulia es impúdico y ofensivo. Se les molesta con interrogatorios sobre su inteligencia, se enciende su vanidad con elogios ridículos, se citan autores imaginarios que perturban su erudición y se procede al descabello con insinuaciones sobre su cordura.

Es natural que nos desprecien y no vuelvan por allí. Somos gente poco recomendable, y casi todo lo que sabemos procede de los antiguos pantagruelistas, de las Noches áticas de Gelio y del trato impuro con las enciclopedias.


"Obstaculum" de Frederik Geschlossen (2)



-->
Pero es posible otra lectura, no menos asombrosa, del Obstaculum. No debemos olvidar una posible explicación de este libro inexplicable. Tal vez el magma de signos sin orden que presenta el escritor alemán en su novela encierre un orden imprevisto, una lógica que aún no hemos conseguido descifrar, una ontología oculta o una ecuación enterrada tras un mapa de acertijos que a su vez se cubre con el maquillaje del galimatías.

Geschlossen podría habernos ofrecido, como apéndice del libro, un código de desencriptación que nos permitiera encontrar esos tesoros, aunque también sabemos que eso hubiera representado condescender con el significado, con el satánico sentido, y que el autor nunca se hubiera perdonado esa traición estética.

Tampoco podemos descartar que esa turba de signos pueda carecer de una premeditación, de una alevosía creativa. Geschlossen estaría entonces jugando una partida muy distinta con el lector. Siguiendo esa lectura el Obstaculum dejaría de ser la obra fundacional del novohermetismo, para serlo del novohermetismo satírico. El no-mensaje de la novela se transformaría en un mensaje negativo, en la insoportable denegación de todo lenguaje, en el intento –poco novedoso– de incendiar cualquier orden (gramatical, narrativo o moral) y de provocar al lector, de zarandearlo con gusto, de apalearlo en silencio y sin motivo, de enfermarlo mientras dura la tortuosa lectura de esta antinovela.

Si mi sospecha es cierta, la novela de Geschlossen es la primera distopía que tiene como protagonista al lenguaje. Bajo esa luz el Obstaculum mostraría el estadio futuro de un idioma universal (y universalmente degradado y absurdo), y ante esa panorámica sólo podemos sentir náuseas o callar.

Y ese silencio del lector, ese no poder decir nada, ni a favor ni en contra de lo expuesto en el libro (contraviniendo así uno de los principios de la literatura, según Eliot), ese hueco verbal y semántico de 772 páginas que es la novela, esa horda de letras exhaustas que dejan al lector ante el abismo de la perplejidad, es sin duda el propósito de la atrevida apuesta de Geschlossen.

No es indigno señalar el virtuosismo del alemán cuando utiliza los signos de puntuación en su obra, un uso que le permite no eliminar las ambigüedades del texto, que es uno de los fundamentos tradicionales de la puntuación, sino añadir ambigüedades y desconciertos. De esta forma el Obstaculum abre ante nuestra mirada extensas topografías silenciosas que no podemos leer. Veamos un ejemplo, página 347: “&**(/¡);;#3¨´?,,¿-+” Si olvidamos la interrupción, tan expresiva, de ese 3, la secuencia es armoniosa, cálida y nutritiva.

Futuros filólogos, cargados con conocimientos que nosotros aún no podemos atisbar, dentro de no muchos siglos conseguirán traducir este libro. Estoy seguro.

Alguna mente pueril podría concluir que el invento de Geschlossen es un coloso de cartón piedra, un monumento gratuito que habitará las bibliotecas sin dejar otra huella que alguna sonrisa desinteresada. Pensar así es no ver las capacidades de este libro, la multiplicidad de lecturas que encubre su ausencia de significado, la refinada ironía que nos entrega.

De alguna forma este libro es un espejo de la inteligencia humana y del verdadero genio creativo. Por eso no hay en él nada que no sea patológico.

Tomemos sólo una cita del Obstaculum, página 691, donde podemos no-leer este pavoroso paréntesis: “ (rk¨£^ ach, .VI~æ9 su ;;; ¡¿! ঙল ex+Ƌ-Ə=ƛE eƱ::)”

¿Qué decir ante tanta belleza?

Símbolo del símbolo, esos signos lo representan todo, y en ellos, y en cualquier parte infinitamente pequeña de ellos, está el infinito, y nosotros en él, dando vueltas en el tiovivo mal engrasado, escuchando la música de feria mientras leemos sin leer la indigesta y cegadora historia de nuestra vida, que no es otra que la encerrada en el Obstaculum de Frederik Geschlossen.

"Obstaculum" de Frederik Geschlossen (1)



Quiero celebrar aquí la aparición en la editorial Reise de la primera novela (y probablemente última) del escritor alemán Frederik Geschlossen, que tuvo la feliz idea de abandonar durante once años su profesión (ingeniero aeroespacial en la European Space Agency, especializado en ingeniería de materiales) para dedicarse en exclusiva a la confección de este libro insólito.

Debemos aceptar que su título es la única célula viva dentro de este fabuloso cadáver literario. Esa célula declara por sí sola la naturaleza del volumen y el espíritu de su autor. 

La escalofriante pretensión de Geschlossen al construir este libro fue oponer un muro de hormigón entre el lector y él, y que así los dos seres quedaran incomunicados para siempre, solitarios y confusos, envueltos por una niebla de estupor, y con seguridad absortos en la contemplación de unas páginas que a la vez les unen y les separan. De aquí deduzco el primer sentido de esta obra de no-sentido: proceder al derribo definitivo del significado como valor estético.

La novela del alemán funda el novohermetismo, cuyas leyes sistematizan y renuevan toda idea de oscuridad, ilegibilidad, construcción aleatoria e invisibilidad de los personajes, del narrador y de la historia. Geschlossen arrasa con la mafiosa novelística actual y propone una novedosa fábula muda.

Cerrada sobre sí misma, la historia de Obstaculum no existe, y de ella pueden extraerse todos los significados, que también equivalen a ninguno.

La antiprosa de Geschlossen incendia los bosques de la ética y sólo nos muestra el páramo de un idioma inextricable y desconocido. Por ese páramo el lector avanza sonámbulo, empujado por signos huecos, por fantasmales fonemas que no llevan a ningún sitio.

Sólo una maestría natural podría haber forjado un libro así. Frederik Geschlossen es el nuevo profeta, y Obstaculum es su evangelio.

No podemos declarar, sin sentir cierto pudor crítico, que el sentido esencial de la novela Obstaculum es que carece de sentido. Obstaculum no es un libro para ser leído, tampoco para ser comprendido, y en esa fuga de lo convencional radica su mensaje, o para ser más exactos, su no-mensaje. Ese no-mensaje es casi una profecía, y esa profecía anuncia que si Obstaculum es aceptado como literatura, si es digerido y comercializado, la decadencia del ser humano es inevitable.

Esta conclusión no está en la novela de Geschlossen, pero cualquier lectura de esa novela, por dolorosa que sea, conduce hacia la ventana iluminada de esa conclusión.

Frederik Geschlossen se propuso escribir un libro del que no pudiera extraerse ningún significado o placer. De alguna forma maravillosa, y acaso alquímica, este volumen consigue ser del todo infranqueable. Largas series de signos en idiomas imaginarios o azarosos se debaten, retuercen y amasan en las 772 páginas de Obstaculum. Es fácil aceptar la complejidad sobrehumana de esa hazaña: trabajar durante once años sin descanso, escribir alrededor de 24.000 líneas, manufacturar casi 300.000 palabras, y no cometer nunca el delito del sentido, la bajeza de un sustantivo, la ignominia de una oración gramatical. Sólo un profeta podría alcanzar ese grado de perfección, esa espiral de nada que nos devuelve al principio, al origen del origen, a la anonimia primera.

En comparación con la obra maestra de Geschlossen, el Finnegans Wake de Joyce es una carta comercial, el apunte de clase de un niño quisquilloso.
Pero también es posible otra lectura, no menos asombrosa, de Obstaculum

Emilia (o la educación)




Hoy me tocó trabajar en el Instituto Sabino Berthelot, en El Sauzal. Mi taller comenzaba a primera hora y llegué demasiado temprano, como empujado por una necesidad absurda e incomprensible, como esos animales que siguen una ruta que les dicta el instinto, como si la falta de sueño me estuviera sugiriendo que estaba a punto de regresar a un sueño antiguo. El azar, que tantas veces se ríe de mí, hoy quería complacerme.


En el centro solo me esperaba el conserje y un profesor de religión que me invitó a tomar un cortado en la cafetería. Más que una cafetería es un almacén adecentado, con una barra a modo de parapeto defendida por un camarero alto y orondo, un elefante domesticado y moreno. El profesor de religión era bajito, canoso y palabrero, y uno no estaba esta mañana muy hablador. Ejecuté algunos monosílabos y despaché el cortado, pero cuando me di la vuelta para salir de la cafetería me crucé con un fantasma del pasado.

Un fantasma con la forma de una mujer de unos sesenta años. Aquel fantasma, para mí ya un personaje legendario, resultó ser real. Me detuve de espaldas, a unos metros de la puerta del café y escuché: “Buenos días, Emilia”, saludó el profesor de religión a la mujer que entraba. Bastaron esas palabras, inocuas para el resto de seres humanos, para que todo mi pasado, las legiones neblinosas de la infancia fueran convocadas en mi cabeza al instante. Es como si de repente me hubiera vuelto diminuto, tuviera ocho años, una familia esperándome en un bloque de trece pisos, una sed inexplicable. Todavía siguen aquí esas legiones de hombrecillos semidesnudos y de piel quemada que acarrean por el desierto las piezas absurdas de nuestro pasado.



No era posible, y sin embargo, aquella mujer con la que acababa de cruzarme fue mi profesora desde tercero hasta sexto curso de primaria. Dicho así es como no decir nada, pero esa mujer cenceña y frágil fue la persona que me abrió la primera puerta que llevaba hacia la biblioteca. A esa mujer le debo que me acercara a los primeros libros que leí, libros de Miguel Hernández y de Antonio Machado, y que a partir de ellos, cada día de cada año, haya encontrado un nepente para la vida.


Le debo demasiado a esa mujer para decírselo. Por eso vengo aquí, a esta leonera del diario, donde no quedan prevenciones y donde todo empieza o acaba.



Hacía veinticuatro años que no la veía, y más de una vez la imaginé jubilada, detenida en un banco de cualquier parque, haciendo el camino de vuelta hacia la nada, solitaria y absuelta. La convertí en personaje de mis historias, en el arquetipo del profesor que no sólo ve alumnos, exámenes, calificaciones y pedagogías, sino que también ve personas. Diminutas, insoportables a veces, pero personas.

Cuando fui su alumno era un renacuajo, por eso la recordaba alta, luminosa, con la sabiduría encerrada entre las líneas de su sonrisa a la vez burlona y amarga.

Ahora descubro que es más baja que yo, pero descubrirlo no es aceptarlo. A esa mujer sólo puedo mirarla con admiración, y aunque deba inclinar la cabeza, en realidad sigo siendo aquel niño que la mira desde abajo, desde la sed.

Al final entré en la cafetería y me atreví a preguntarle si era Emilia, si había dado clases en el Colegio Tena Artigas, si recordaba mi nombre, si recordaba a mis hermanas, a las que también dio clases, si recordaba a mi madre.

No tardó mucho en recordar.

Parece imposible, pero esta mujer sigue intacta, como si el tiempo no la hubiera siquiera rozado. Sesenta años tiene, el pelo negro y corto, igual que antes, el gesto delicado, la voz aún firme y clara, la mirada tímida y cristalina, como si esa mirada estuviera al borde de romperse en pedazos demasiados pequeños para que nadie pueda recogerlos.

Preocupada siempre por los otros, incapaz de un desaire, lectora de poesía, pero no escritora.

Emilia, nadie lo ignora, es un animal en peligro de extinción.

Hoy puedo decir que tuve suerte. La profesora que estuvo presente durante el taller que debía impartir esta mañana era ella. Con más oficio que virtuosismo acabé mis dos horas de trabajo, pero antes de terminar tuve que explicarles a los alumnos qué estaba ocurriendo allí, por qué aquella mujer, que ellos veían todos los días, era tan importante para mí. No sé si me entendieron.

Emilia ha tenido infinidad de alumnos más brillantes y capaces que uno, entonces ¿por qué ahora, se preguntará ella, viene este joven a decirme que soy para él un ser legendario, que fui la primera en mostrarle la desmedida biblioteca en cuyos anaqueles algunos se demoran para siempre, ciegos y sordos a toda cordura?

Nadie sabe por qué, Emilia, pero resultó que aquel niño que apenas estudiaba, que aprobaba los exámenes porque memorizaba los textos de los manuales con una divertida facilidad, aquel niño tímido y cobarde que no sabía traficar con las galletas del desayuno, aquel niño que no destacaba en nada, hoy le ofrece el homenaje que sin duda merece, la página que otros escribirán mejor.



Alrededor de Lêdo Ivo



Los actores esperan en el escenario vacío. Todo lo que buscamos debemos inventarlo nosotros: la calle, la puerta, la casa, el ascensor, la cama en la que descansar, también la sed y el hambre, también la cordura.

No debemos habitar el mundo, debemos inventarlo.

Por eso a veces, cuando la realidad se tambalea, descubrimos que el escenario sigue vacío, que todo por lo que habíamos trabajado, todo lo que queríamos proteger, sólo estaba en nuestra mente.

No hay amargura en esa conclusión. En el escenario de la mente crece todo lo que somos, el universo y dentro de él cada detalle. Inventa ese universo para seguir soñando: sus fantasmas son en verdad más reales que la realidad misma.

En todo eso pienso cuando leo los versos finales de un poema titulado “El paso”, del poeta brasileño Lêdo Ivo, incluido en su libro Rumor nocturno (Vaso Roto, 2009), unos versos traducidos por Martín López-Vega que dicen:

Pero si me prohibieran pasar
por ser yo diferente o rechazado
incluso así pasaré.
Inventaré la puerta y el camino.
Y pasaré solo.


*

Lêdo Ivo es un poeta sin escuela o que pertenece a todas las escuelas. Su versatilidad le permite llegarse a la poesía más abstracta o atravesar la realidad subido en el tren de una secuencia de metáforas. Es tan difícil negarle la habilidad como fácil reconocer las caídas, los poemas que no añaden nada, que son calles sin salida, y cierta oronda retórica que no siempre acierta a dominar.

Todo eso que nos sobra queda compensado por algunos poemas donde el brasileño es capaz de entrever una idea, pero una idea que es a la vez agonía, aceptación y propuesta. Una idea que lo encierra todo y por la que podemos caminar para encontrarnos a nosotros mismos.

Basten estos versos del poema “La cascada” como ejemplo de esa maestría:

Yo atravieso el puente y soy el río.
La canoa que pasa. Soy los remos.
(Nunca dejé de ser la travesía).
Y el mundo con sus muros se derrama
entre las aguas redondas y las sombras.


Dentro de cuatro milenios




–¿Sabéis algo de los pueblos que habitaban el mundo hace cuatro milenios? –me atreví a preguntar a una veintena de alumnos en una de las charlas que doy por los institutos de Tenerife.

Algunos bromean entre dientes, la mayoría callan, pero uno, más bravucón que sus compañeros, barboteó:

–Esos eran idiotas que no sabían nada.

–Exacto –le respondo–. Ellos eran iguales que nosotros.

Da igual la edad que tengas, seas un adolescente o un honesto y maduro padre de familia, a muchas personas les encanta despreciar el pasado, primero porque no lo conocen y luego porque se creen mejores, porque están convencidos de que su generación es la más lúcida e inteligente, que ellos, al fin, han alcanzado el sistema perfecto, la alquimia que convierte el barro en una tarjeta de crédito dorada, el dominio de una tecnología insólita, creen que lo tienen todo, la verdad y la salud, que el mundo estaba esperándoles y que ellos sí merecen ser recordados.

Ignoran que despreciar el pasado es despreciarse a uno mismo.

Dentro de cuatro milenios alguien le preguntará a un joven si sabe algo de los pueblos que habitaban en el siglo XXI.

–Idiotas que no sabían nada –le responderá. Y lo más amargo: dentro de su ignorancia ese joven tendrá razón.

La historia es el libro que casi nadie quiere leer, quizá porque en ese libro está el retrato más exacto del ser humano, lo que hemos sido, lo que somos y lo que es muy probable que seamos en el futuro, y en ese retrato no salimos nada favorecidos.


Al otro lado

Imagen: George Krause




Podría decir que es mi amigo, pero mentiría. Apenas le conozco, aunque lo sé casi todo de él.


Compartimos algunas aficiones menores, pero en aquello que da sentido a nuestras vidas somos dos extraños.

A veces le miro y creo entenderle, pero es un error. Siempre estoy a su lado, pero nunca estoy con él.

Todo lo que hace me resulta absurdo: nada de lo que él teme a mí me inquieta, sus gigantes son enanos para mí, sus indiferencias a mí me enloquecen, donde él ve un lago yo sólo atisbo un páramo, y donde él se detiene yo paso de largo.

Durante años nos hemos respetado como dos boxeadores que saben que la derrota y la victoria son lo mismo.

Cada uno vigila las fronteras de su intimidad. Los acuerdos son escasos y las discusiones resultan innecesarias.

Le gusta el cine de Eastwood y de Allen, que yo detesto. Una vez me confesó que había disfrutado de una película de Theo Angelopoulos. Me dio un ataque de risa. Lee mucho más que yo, pero eso no tiene ningún mérito. Casi todo en él es excesivo, y a mí los excesos me adormecen. Un ejemplo: una vez le preguntaron cuáles eran los tres filósofos a los que más admiraba. Primero le pudo cierta anglofilia y respondió: “Russell, Russell y Russell”. Pero no tardó tres segundos en corregir su tríada, asegurando que la anterior era la ideal y esta la verosímil: “Hume, Groucho y Vivaldi.”

Cuando todo va bien, él hace el trabajo y yo cobro las facturas. Se puede decir que vamos a medias. Pero si las cosas se ponen feas, él se encierra en la biblioteca y yo debo hacerlo todo.

Escribe mucho, demasiado en mi opinión, pero a veces le pagan, y eso quizá justifica su demencia. No me interesa lo que escribe, y hace años que dejé de leerle.

Nunca le hice preguntas indiscretas, y si se las hubiera hecho él no me habría respondido. Por su parte él me hace constantemente preguntas inaceptables, a las que siempre respondo con mentiras.

Vivimos juntos, pero su casa y la mía son muy distintas. Él sólo tiene libros y un ordenador. Yo tengo todo lo demás.

Jugamos a ser buenos amigos, creyendo que la voluntad es suficiente para salvar nuestras diferencias. Es mentira. La voluntad es un puente demasiado frágil para unir a esas dos personas que se alejan.

Desde hace años tengo los datos, las fechas y todas las fotografías, pero sigo sin saber quién es.

Algunos días, cuando me miro al espejo, desearía ser como él y tener algo por lo que vivir y morir.

A veces él, lo sé, en sus peores noches, desearía quemar todo lo que ha escrito, quemar también su biblioteca, borrar su nombre para siempre y ser como yo.

A veces se despierta en mitad de la noche, busca un papel y se pone a escribir. Pero la mayoría de las veces se pone a leer, como un loco que busca la respuesta a una pregunta inabarcable.

Mentiría si dijera que creo en él.

Pertenecemos a la misma familia, pero su familia y la mía son incompatibles. Yo tengo padres y hermanas, él sólo tiene libros y citas.

Yo estoy más allá de sus juegos y de su obsesión, y de alguna forma le estoy esperando. Pero le espero al otro lado de la realidad, allí donde darle un sentido a la vida es un lujo innecesario, donde las palabras no son suficientes, allí donde unos segundos de luz valen más que toda su literatura.


La maledicencia


Me escribe un lector para decirme que soy un escritor maldiciente, es decir, detractor por hábito y malvado por vicio. Acierta, pero se queda corto. Ignora mi peor defecto, mi íntima vergüenza: me encanta criticar toda página que merezca ese esfuerzo, decir lo que pienso sin que me importen demasiado las consecuencias.

Los dos sabemos que esa práctica no puede acabar bien.

Mi generoso lector me desea una vida miserable, que esté a la altura de lo que escribo.

No debes preocuparte, amigo, ya está todo dispuesto. Tengo el billete y la maleta. Voy en camino. Tú sólo espérame.

Y es que no todo el mundo está preparado para ejercer el arte de la injuria. Poner a caldo al prójimo, cocer las virtudes de un amigo hasta hervirle la sangre, sacarse del ingenio una filípica, extraviar el adjetivo que iba para elogio, manchar un poco las medallas de hojalata del triunfador, abrir una vía de agua en el gran transatlántico de las ideas a la moda, reírse de todo lo sagrado e intocable y luego saludar al respetable.

Es un oficio amargo el del satírico. Todos se ríen, pero nadie se siente identificado.

El arte de la burla requiere un vuelo breve, felino e impiadoso. El que piensa siete veces antes de ponerse a escribir nunca critica. Nunca. Se pone serio, se modera, se apacigua y luego cisca un tópico.

La maledicencia, como el humor, vive de la exageración, del no va más, del triple salto mortal sin red. Pero es una exageración justificada, un riesgo con motivo.

Somos satíricos porque somos libres. Pobre de aquella sociedad donde todos hablen bien de todos, donde nadie comete errores, donde todos son sabios y buenos y ejemplares, donde un comercio perpetuo de elogios inunde los periódicos. La libertad es que los elogios no sean obligatorios.

Pero la libertad, aunque apetecible, tiene sus peligros. Borges, por ejemplo, decía que era un cobarde, pero nunca se calló ninguna de sus opiniones, por descabelladas o impopulares que fueran. Mark Twain no parecía conocer otro temor que el temor que sentía ante su falta de temor. “Nunca he permitido que la escuela interfiriera en mi educación”, aseguraba este autodidacta furibundo.

Por eso la sombra de Swift, Voltaire, Boccaccio, Papini o Monterroso es una sombra inevitable, pero poco acogedora. Sus libros satíricos tienen desagradables efectos secundarios: en cualquier momento puedes descubrir que el idiota que aparece por allí eres tú.


La tribu en la frontera



Hace ya muchas décadas que la enfermedad existe, y no parece que vaya a remitir pronto. Nació como todas las cosas, para sustituir algo que estaba desapareciendo. Perdimos la fe en Dios y en la otra vida y fuimos ganando la no menos absurda fe en una patria, una bandera y una tribu. No es que fuéramos originales, la historia estaba llena de precedentes, pero es cierto que nuestra época se ha sumado a la nueva religión con un entusiasmo feroz. Como el hombre contemporáneo no tenía otra fe que su falta de fe, enseguida le encantó la idea de pertenecer a una cosa sólida e inalterable, porque no soportaba la idea de que su vida estuviera suspendida en el vacío. Esa fe empezó cuando alguien dijo que a nuestro alrededor, desde hacía siglos, existía algo que nos unía y nos hacía diferentes.


El problema es que nuestra creencia tiene límites. Eso que nos une y en lo que creemos, a lo que nos aferramos hasta matar o morir, no es universal, no señor. Es tuyo y mío y de unos pocos. Los demás están fuera. Son extranjeros, distintos, incomprensibles. Parece como si los otros, los que no pertenecen a nuestra comunidad, tuvieran siete piernas, branquias y dos bocas.

Es una fe inverosímil, como casi toda fe. Está fundada sobre abstracciones, y su solidez y veracidad es también abstracta. Pero cada día hay más personas que creen que su tribu o nación es eterna, y que esa abstracción llena de mitos y leyendas ha descendido a la tierra y se ha encarnado en ellos. Por eso los nacionalismos tienen tanto éxito. Ahora todos necesitan una identidad, una explicación de lo que son para poder ser. A ninguno parece importarle que esa explicación sea siempre un remiendo peor o mejor cosido de palabras grandilocuentes.

Lo que suplica la gente es una fe, y los políticos, que son los grandes oportunistas de nuestro tiempo, se inventan esa fe para ellos.

Antes nos conformábamos con el mundo de Dios, y los sacerdotes hacían el papel que hoy hacen los políticos. Ahora nos conformamos con alzar la bandera de nuestra isla, nuestro pueblo o nuestro país. Pero siempre nuestro, nunca de todos.

El asunto es creer en algo, tener un mito en la cabeza como se tiene una piedra en la mano. A la tribu o la comarca le asignamos una historia, empezando y acabando esa historia donde más nos conviene, pero sobre todo le entregamos unas fronteras, que no son más que una forma de avaricia. Es como el prestamista que cada noche cuenta su dinero para estar seguro de la cantidad que posee, para saber cuánto gana y conocer si le roban. Con los países, las tribus y los pueblos ocurre lo mismo. Aquí empiezan y aquí acaban. Tenga usted mucho cuidado, no bromee usted con nuestras fronteras. Eso parecen decirnos.






Pero ¿qué razón moral podemos defender para impedir que una persona pase de un lugar a otro como pasamos de una calle a otra? Delante de una frontera se desmorona toda moral. Una frontera es un asunto administrativo, es decir, burocrático, y la burocracia es la forma moderna del engaño y del absurdo.

Hay quien vive en una cárcel y no lo sabe. Sólo el día que quiera escapar descubrirá que su fe ha convertido el mundo en una inmensa peninteciaría donde no te dejan elegir la celda.

Esas fronteras quieren sustentarse en el deseo de unos habitantes, en la supuesta historia de un pueblo, en el uso de un idioma, de una religión o de unas tradiciones. Pero la pregunta moral sigue siendo la misma, y la respuesta siempre es inmoral, porque está llena de alambradas, de burocracias y de mentiras, cuando no está llena de plomo.