Nuevas mentiras viejas

Bill Sunday, evangelista y severo defensor de la Ley Seca. Herbert A. French, Biblioteca del Congreso



Creía Kant que la verdad era un deber incondicional del hablante frente a todos, aunque ese hablante se dirija a una sola persona, y en concreto a una persona a quien no se atreve a decirle la verdad. La mentira, por minúscula que sea, es el mayor delito que podemos cometer, pensaba el confiado Kant. 

No hagan caso: es una partida de cartas donde toda la baraja está marcada de antemano. Ese jovencito pecoso que parecía el incauto se ha vuelto un timador profesional con una orden internacional de busca y captura, y la anciana despistada, cándida, que no parece capaz de concentrarse dos manos seguidas, ha resultado ser una exprimidora de crédulos. Tomemos a un timador clásico, a un tahúr con toga, Cicerón. En su texto En defensa de Lucio Valerio Flaco ensaya un elogio de los griegos pero no les concede ningún afecto por la verdad: “el respeto por la verdad y los testimonios esa nación jamás lo ha cultivado”. 

Vale, Cicerón. Lo que tú digas. No fue el único romano que acusó a los griegos de mentir, es decir, de escribir la historia como quien escribe fábulas. Quintiliano y Plinio el Joven repitieron esa acusación. ¿Mentían? No, pero decían esa verdad justo antes de colarte su convicción, su fe, su mentira bien empaquetada. Para ellos la verdad, la ciencia de la historia, eran Tito Livio o Suetonio, a los que hoy no podemos considerar más que fantasiosos novelistas al servicio del poderoso de turno. Suele ocurrir que quien dice la verdad en la crítica luego miente en la propuesta de ley, y esa partida se lleva repitiendo siglos y no hay día en que no se juegue alguna mano en un libro o en un periódico. 

La historia es sin duda el mejor lugar para dejar una mentira. Mentir en una novela es lo natural, porque las novelas se escriben para mentir y para que sea el lector el que deduzca una verdad. Pero la historia no, porque allí se dicta el pasado, se corrige y se reordena. Si algo no encaja en nuestra teoría, se esconde o se niega.

La historia es el lugar donde cualquier mentira germina, crece y se reproduce, sale del libro, toma las calles, se sube a las banderas y carga los fusiles. Pronto será verdad, al menos para aquellos a quienes les conviene esa verdad. Si no hay consenso, si existen otros que no aceptan esa verdad, habrá que acudir a los refinados instrumentos que hemos elaborado durante siglos de civilización: el exterminio, la opresión, la damnatio memoriae o la censura. 

El ser humano es una larga mentira que produce, incluso cuando cree decir la verdad, nuevas mentiras viejas. Lo extraño, lo milagroso, es que no mienta. A veces es el lenguaje el que trabaja a la sombra y nos engaña, a veces el tanatorio de nuestras creencias, a veces nuestra verdad de hoy que mañana hará reír a los niños en la escuela, otras la cobardía, el puro miedo en la boca, el instinto de supervivencia, y no pocas veces el deseo de vencer, de tener razón, aunque tenerla signifique pasar de largo ante esa cosa frágil, diminuta y dudosa llamada verdad. 

Se equivocaba Kant, porque hay mentiras que a nadie hacen daño, excepto a quien las dice. Son las otras, las que se ponen el uniforme y dan órdenes, las que se disfrazan de verdad y aspiran a ley, las que debemos cuestionar una y otra vez, porque acaso no hay otra verdad más valiosa que aquella que nunca termina de serlo, aquella de la que siempre podemos desconfiar. 

Muros altos




Un error es un hallazgo que no podemos despreciar. Sin el error no habría posibilidad de acierto, que es algo conveniente para el ego, pero aún más importante es que sin el primer error no se daría la posibilidad de cometer el mismo error por segunda vez, por tercera y cuarta, la multiplicadora posibilidad de cometer indefinidamente el mismo error, al que luego llamaremos con orgullo Historia de Occidente.

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Es costumbre que el necio no valore la genialidad de su condición y con una humildad pavorosa dedique su existencia a encontrar semejantes. Es una propiedad del genio y de la necedad, y a la vez es una cruzada, un vicio y un íntimo perdón. La existencia de una manada de iguales hace creer al individuo que su comportamiento es una característica de la normalidad.

La necedad agudiza el talento para distinguir a los necios, y esto permite a cualquier necio la posesión de un radar para identificar semejantes. Puede entreverlos cuando van solitarios o en desfile, en efigie o en rumor, pero siempre los identifica sin necesidad de someter a juicio su inteligencia. Son necios porque él lo dice, necio mayor, catedrático en las necedades ajenas.

La necedad, eso nos gusta pensar, es una etiqueta que nos conviene a todos, pero especialmente a los otros.

Debo disculparme porque estas alegres conclusiones son muy pesimistas. De ellas se deduce que quien se jacta de ver necios a su alrededor tal vez ignora que es uno de ellos, o para ser más exactos, el talento para identificar la necedad ajena no exime al talentoso observador de esa condición.

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La especialización investigadora en el universo de las humanidades produce anualmente varias toneladas de papel encuadernado y minuciosamente escrito en forma de tesis, casi todas asombrosas e infranqueables, y esta producción frenética de conocimiento conlleva la transformación de muchos buenos estudiantes en animales fabulosos. 

Hablo de seres que han conseguido adquirir un conocimiento máximo en algo extremadamente pequeño, al menos como campo de conocimiento. Ese campo de conocimiento es tan diminuto que es posible que no exista en él conocimiento alguno, pero eso nadie lo sabrá nunca, pues no existe otro especialista dispuesto a perder su vida para demostrar que su antecesor estaba equivocado, inventó datos, equivocó conclusiones o no dijo nada, aunque rellenase miles de páginas de esponjosa retórica.

La especialización obtiene así, por ausencia o huida, el beneficio de la duda. En ese lugar se instala el investigador, seguro de que nadie podrá saltar el muro que ha ido construyendo con la acumulación de notas a pie de página. 

El muro es demasiado alto para entrar, también para escapar. Queda entonces el especialista encarcelado en su universo, elogiado sin ser entendido, admirado por defecto, convertido ahora en ese animal fabuloso que habita universidades y congresos.