Los últimos del Gianicolo


Fue nuestra durante nueve meses esta milenaria colina, mañana será de otros, y habremos perdido para siempre esta luz llena de pliegues y matices, más resistente aún que las encinas y las piedras. Hemos renacido aquí, porque hemos sido durante unos meses aquello que nos pasamos la vida intentando recobrar: ser niños que juegan a la vida, inadvertidos, despreocupados, insensatos, tal vez felices. Hemos cumplido con todos los ritos: las discusiones, el amor, la enfermedad, el frío, el arte y su fachenda, el timo y la ganga, la belleza y el miedo, hemos recorrido Italia y ella nos ha entregado su deliciosa enfermedad, su conjura escenificada. 

Nos quedarán estos meses como una última infancia, como una primera despedida. Las maletas regresan demasiados llenas, hinchadas de libros, baratijas y regalos, pero lo que más pesa son los fantasmas que nos llevamos: el tráfico de las miradas a las que no supo acompañar el valor, las infinitas navonas, panteones y foros, las noches del Trastevere donde nos bautizamos en rosso y en ginebra, la jugosa lengua de Boccaccio, la multiplicada amistad, nuestra meticulosa forma de no pensar en nada, de bromearnos en tertulia, de cenarnos el ego por dos o tres risas.

Nada más me atrevo a pedirle a la vida: me entregó estos días donde la luz venía niña, como recién inventada por unos dioses hedonistas y casi griegos.

Ana, Ignacio, Patricio, María, Clara, Guillermo, Maruchi, Andrea, Julio, Pedro, Carlos, Laura, Giacomo, José María, Aurélio y Pelayo jugaron en esta colina, aflojaron la cuerda de la vanidad y se dieron a la bebida, alguna vez trabajaron, se ganaron la vida y estuvieron a punto de perderla cruzando por estas calles, se enamoraron, y no solo entre ellos. Es todo lo que me llevo de aquí, y no hay mejor equipaje: no hay berninis, caravaggios o rafaeles que puedan igualar el tranquilo milagro, detenido e irrepetible, de verles compartir la locura de la existencia  alrededor de una mesa.

Roma será ya siempre para mí esa carcajada sabia con que nos reíamos del mundo y de nosotros mismos. Todo eso me llevo, y su peso no me cansa, al contrario, me aligera y sonríe. 


Un día en el bolsillo



Me acerco a las excavaciones de Ostia Antica, a una media hora en tren desde Roma. Paseo por las calles de ese cadáver urbano como si en lugar de recorrer el pasado estuviera paseando por el futuro de cualquier ciudad. En esto acabarán los lugares donde hemos dejado nuestras sombras, las calles que nos vieron nacer, aquella casa donde era posible madurar un silencio: todo lo que fuimos se disolverá en ruinas que dan sus últimas boqueadas entre la hierba alta. No veo angustia en esa desaparición, sino cordura. 

Durante unos días somos el confuso animal que pisa estas piedras y se atarea, justo es que seamos mañana putrefacción y alimento, que nos volvamos hormiga, aire para ese ciprés, tierra entre los ladrillos.

Paso junto a una necrópolis que tiene dos milenios como pasarán otros en el futuro junto a nuestros cementerios, preguntándose cómo éramos en verdad, que esperábamos de este juego, qué hambre nos empujaba a seguir. 

De la Puerta Romana, de época republicana, quedan unas jambas de mármol con figuras humanas y la idea de la puerta, pues a partir de ella comenzaba el muro que rodeaba la ciudad y que mandó construir Cicerón en el 63 a. C. Desde una terraza elevada veo los restos de las Termas de Neptuno, sus encorvados muros y la media docena de mosaicos que han sobrevivido a los siglos y a los saqueos. Es como si esas figuras de robustos atletas se aferraran al suelo con las manos antes de caer hacia el olvido.




Me alegra descubrir la Caserma dei Vigili, que es el parque de bomberos de la antigua Ostia, servicio creado para sofocar los incendios en los almacenes de grano. La Horrea di Ortensio era uno de esos almacenes, pero hoy sólo acoge hierba, insectos y unas pocas columnas resquebrajadas.

Recorro un teatro, el mitreo de las Siete Esferas y el mitreo de las Serpientes, la casa de Apuleius, una lavandería del siglo II, escucho un restregar de ropas, un soleado gotear, visito la calle de los talleres, los cónicos molinos de piedra que no podían descansar hace unos siglos y ahora duermen mudos, aunque a su alrededor es fácil imaginar a los mulos con los ojos tapados haciendo girar a la piedra, los hornos de leña sacando de sus bocas de fuego un pan que no imagino peor que el nuestro.

El día es tan feliz que uno siente no merecer un regalo así.

Quisiera uno detenerse en una esquina, entre las cornisas de mármol fracturadas y la hierba  nacida en los ladrillos, quisiera tener amistad con las moscas y los escarabajos, hacer tertulia con esos mirlos y esas hormigas, dejarse llevar por este silencio que sólo algún turista interrumpe.

Si pudiera uno llevarse en el bolsillo un día soleado y calmo, como se lleva uno de esos libros que nunca nos defraudan, entre todos yo me llevaría este día. Lo guardaría bien y siempre iría conmigo, y cuando venga otro día malencarado y dudoso, arrastrando los pies por la acera, yo sacaría este sol del bolsillo para exprimirle unas gotas, para beberme de nuevo este incendio feliz.