Bancos de coral / Giorgio Vigolo



Aquello que la fuerza de los milenios podía hacer sobre ellas, ya lo ha hecho; aquello que debía derrumbarse se ha derrumbado; pero lo que queda en pie es más resistente que los montes y las rocas. Todo lo precario de la arquitectura humana ha caído; sólo ha permanecido en pie la quietud elemental de las estructuras terrestres, una suerte de tectónica fundamental que hace de estas ruinas una precipitación geológica de la Historia: una acumulación de montañas donde siglos, imperios, pontificados y dinastías yacen amasados en una estratificación compacta: un cemento de huesos y de lluvia entremezclado con añicos de tiaras, con pedazos de púrpura, con coronas aplastadas. 

Bien visto, estas ruinas rojas no son otra cosa que bancos de coral en el fondo del celeste mar de la atmósfera, bajo las ondas espumeantes de las nubes. 


Fragmento de Canto fermo de Giorgio Vigolo.

Traducción de B.M.

El hambre de Pulcinella




En Villa Pamphili se encuentra la Casa dei Teatri donde veo una exposición sobre el Pulcinella, y en concreto sobre la recreación de este personaje hecha por el ilustrador Emanuele Luzzati. Asegura Nicola Fano que Pulcinella es el diablo, pero que los pulcinellas de Luzzati son los menos diabólicos que existen. Es cierto y es una pena, y quizá por eso estos dibujos que no me desagradan tampoco alcanzan a conmoverme. En la figura contrahecha del Pulcinella yo veo algo más humano, algo contradictorio y feroz, vívido y amargo.

La máscara nació en el siglo XVI bajo las malolientes lámparas de la Comedia del Arte, y aunque desde esa época no ha dejado de subirse a los escenarios y de pasearse por las calles, su verdadero éxito lo conoció en Nápoles y en el siglo dieciocho. Allí aún se le venera. 


Tras la máscara de Pulcinella uno se podía reír de los nobles y los reyes, de los dioses y de su sombra, de la familia y del matrimonio, del potentado y del sabio, esas burlas que tanto nos ha gustado prohibir y que a mí me parecen tan recomendables.

El Pulcinella es un siervo que quiere dejar de serlo, que no acepta su condición, y mientras se muere de hambre rebusca en el ingenio y en las bolsas ajenas cómo saciarla. 

El Pulcinella se hace el tonto por necesidad, y esa máscara es su único privilegio. Con ella puede soñar con pasar menos frío alguna noche, con comer algo más que pan y salir de pobre algún día. Son sueños, esos harapos de la mente que nos ponemos para seguir en pie. 

Pulcinella es el diablo y no es posible encontrar en él a un hombre bueno. Quizá si estuviera en otra situación, en otro lugar, si hubiera nacido en otra familia y educado de otra forma, sería bueno, pero donde le encajó el azar es imposible. 

La santidad no le interesa al Pulcinella, tampoco los enjuagues estoicos o el justo medio aristotélico. Pulcinella es un heredero de Baco, y aunque miserable, busca su cortejo, sus ménades y su botella. 

De monumental nariz, jorobado, barrigudo y feo, hace reír sin abrir la boca y cuando la abre no es para decir poemas. Sólo busca comida y dinero, y conoce todas las trampas y los juegos para conseguirlos, aunque salga siempre apaleado. Vive al cabo de la calle cuando tú estás llegando, nada se lo calla y sus golpes le cuesta. Charlatán, bufón y sacrílego, a veces niño, anciano a ratos y hambriento siempre. Hambriento de comida, de placer y de libertad. 

Despreciado por todos busca en la fullería, el embuste y el señuelo una dignidad que no le dieron los dioses. Su sonrisa es una de las más amargas que conozco. 


Via Sacra




Creían tener voz las piedras cinceladas,
pero olvidaron los rostros y perdieron los nombres
que los libros repiten sin saber a quien llaman:
Severina, Metelo, Aurelia, Lucio y Placidia
no duermen entre la hierba,
son la hierba misma,
la hierba que hoy pisan
María, Paolo, Olga, Hakim, Claus,
despreocupados, extranjeros, leves,
casi invisibles,
ellos también hierba
que otros pisarán mañana con indiferencia,
nombres que no salva el poema,
esculturas descabezadas
que descenderán a ruina,
ruina que el viento llevará hacia la piedra
luego descartada por los arqueólogos,
absuelta al fin entre despojos.


Morimos aún más jóvenes,
sin otra enfermedad que la vigilia y el espanto.
El asfalto conoce nuestra sangre
y en los edificios dejaremos algún signo
donde sin quererlo perdure nuestra locura.
Falsificamos la misma verdad
que puede ser arrugada, extendida y lavada
sin peligro para su uso general y público.
Pero ese niño que juega entre los capiteles,
que detesta estos arcos y columnas,
se parece al que hace dos milenios encendía
la mirada hacia el futuro.
Ahora reconocemos su decepción, y las hormigas
transmitirán la nuestra, envuelta en cristales,
en fango y aluminio y huesos
para que otro niño pueda despreciar mañana
sobre las piedras de esta calle
la alucinada cabalgata de los siglos.