Vueltas de tuerca



El pensamiento procede por engaño: al principio se disfraza y nos deslumbra, nos promete un hallazgo, insinúa una América, te acerca a los labios el espejismo, y de repente todo se deshace y la idea resulta balbuceo y nos pide su nembutal. Quizá ese constante fracaso demuestre que no hay nada tan trágico y delirante como ponerse demasiado serio cuando se piensa en una página.

El escritor, no lo pierdan de vista, está atento a ese homínido que pasea y duda, mide sus vicios y su odio, le dedica una novela de mil páginas, insiste con él, casi se diría que es él, una y otra vez lo ronda, hasta el vómito del retrato, pero nunca atiende al paseo, a la calle misma, a la tierra, esa que nos abre la puerta y nunca ofrece queja. Eso es también el homínido, pero no queremos verlo. Habría que escribir la novela de las piedras que nos soportan, de las gárgolas que gotean el miedo, del asfalto maternal, de las farolas que vigilan a tanto honesto simio, habría que escribir la Historia universal de la miopía, con un amplio capítulo dedicado a la fortuna de un mundo borroso, de un horror desdibujado, de una turbia verdad, o la Historia general de nuestra calle, con sus diminutos milagros de acera, sus conquistas esquineras y sus Calígulas de salón.

Nos encanta hablar de dioses, ese ectoplasma supremo, pero no procedemos igual cuando el fantasma carece de biblia y de fanáticos. Cuánto nos cuesta ver lo que nadie nos señaló antes. Los dioses, escribió en un poema Walcott, llegaron ya muertos a las islas, ahora los dioses son los camiones que tosen en el puerto, los mercantes repantingados frente a un cielo inmutable o el mosquerío que se arremolina junto a las cajas de los pescadores.

Pensar en literatura es no conformarse con la apariencia, es darle otra vuelta de tuerca al lugar común que hemos aceptado desde siempre, poner el cielo boca abajo, ser lo que dicen que no te conviene ser, tan cuerdo que parezca demencia, tan demente que nadie te tome en serio, apuntalar lo que ninguna estética ha consagrado pero te dicta el carácter, descender para ver bien la cima, escuchar las voces que nos salvan de la música, aprender del vaso, tan sabio cuando está vacío, cuando nos explica cuanto somos mientras calla.

Nada tan insoportable como ser un laborioso escritor que nunca se da la vuelta y se lleva la contraria.

No sé. Alguna vez habrá que decirles a esos padres, fanáticos protectores de sus hijos que juegan en el parque, que tal vez deberían dejarlos caer, aunque solo fuera una vez, caer a cabeza limpia, a mano sucia, a rodilla desnuda, aunque solo sea para que disfruten de los efectos de la gravedad. No sé. Alguna vez habrá que decir lo que pensamos, aunque solo sea para salir un segundo de la anestesia, aunque solo sirva para que no nos tomen por muertos.


No hay que ir muy lejos para empezar a ver de otra forma, solo hay que rebuscar un poco. En los aforismos de Wittgenstein hay numerosos ejemplos de ese instinto disconforme y arbitrario, ese que se ríe de las matemáticas y detesta a Shakespeare, el mismo instinto que sirve a Canetti, Porchia o Cioran. Anota el austríaco que cierta medida indiferencia puede ser un ideal digno para nuestra especie, que todos llamamos ética a la elección de un camino equivocado, y que no existe camino que no lo sea, que la prisa con que se busca la calma solo define nuestra inmovilidad, o que no debemos desacreditar la posibilidad de acceder a la realidad como se accede a algo concreto, desprovisto de arte, de símbolos y de pasado, solo el objeto en sí.

Los periódicos y las revistas son también una fuente inagotable para repensar el mundo: ahí vuelve cada cierto tiempo el cazador devorado por su presa, la niña que cuida de su madre, el matemático que calcula la velocidad media que tardan sus compatriotas en ingerir un plato de pasta (digamos unos strozzapretti al pesto), una antropóloga que estudia la terminología usada por las familias reconstituidas (pero los términos varían de una familia a otra, casi bailan, y no puede extraer ninguna ley), el valor preciso que le otorga una empresa aseguradora a tu mano izquierda, tu hígado o tu dentadura, o la timidez letal que llevó a un adolescente a no salir de su casa nunca más, excepto con los pies por delante, tantos años después, cuando ya era un anciano bajo un sol imposible.

Los pájaros que duermen en su cabeza




No todos los que vuelan han tenido alguna vez los pies sobre la tierra.


La calle está repleta de cadáveres ocupadísimos. Los niños que fuimos nos observan aterrorizados desde algún lugar del pasado.


Quien no esté dispuesto a arder no debe acercarse a ella.


El alcohol y la noche favorecen la aparición de los amores líquidos.


Los pájaros que duermen en su cabeza no vuelan nunca.


Ha pensado tantas veces en volver que volver sería una traición.


Estamos tan acostumbrados a decir lo que no pensamos que nada nos cuesta creer en lo que no creemos.


Cuando ve a los que corren siente un deseo irrefrenable de quedarse quieto.



Imagen: Tim Barber

Elogio de la corrupción


Quienes han despreciado durante décadas la corrupción, atosigándose con sus espantapájaros encorbatados y sus bronceados mamíferos, no han comprendido todo el bien que las dobles contabilidades, prevaricaciones, fraudes documentales, sobornos y malversaciones hacen por nosotros. 

Cómo no apreciar los valores pedagógicos de esos elegantes imputados que defienden su inocencia alegando meticulosas conspiraciones, o esos acusados que huyen del país, porque aquí no encontraron un fiscal que les hiciera el honor de defenderlos, cómo no apreciar la severa inteligencia de las tramas, con su samba de capitales blanqueados y sus polonesa de testaferros y liquidaciones, esas bolsas de basura repletas de billetes encerradas en el armario, esos ingrávidos maletines de misterioso contenido, o el noble ejercicio de un oficio que se pierde, la venerable falsificación. 


A mí me conmueve su desinteresado amor por la Confederación Suiza, sus dolorosas visitas andorranas, su fervor por Belice, y amo la compungida retórica de sus excusas, sus ingeniosas amenazas de vodevil, o esa estruendosa forma de exhibir lo que se quiere esconder, tan naturales ellos, tan seguros y sin miedo.

Debemos escucharles con atención, porque todo lo que puede enseñarnos un ser humano está en ellos encapsulado para ser digerido al instante.

Saquear al prójimo con la habilidad de un prestidigitador, conceder privilegios medievales o premeditar espectros contables son refinamientos que debemos inculcar a nuestros hijos. Los valores pedagógicos de la corrupción son absolutos e inapelables. La corrupción es el gran arte de saber vivir de nuestro tiempo. La eudemonología de Schopenhauer es un cachivache en comparación con el pensamiento de estos artistas.

Durante años hemos ignorado las virtudes de este evangelio que nos despierta con esperanza cada mañana y nos canturrea una nana por la noche. Aceptemos sus reglas y abandonémonos a sus placeres e indiferencias. ¿Hay algo más educativo que una sana falsedad documental o un apetitoso cohecho? ¿Qué mayor poesía que esos aeropuertos fantasmales, esas autovías sin tráfico o esas urbanizaciones deshabitadas en mitad del severo secarral castellano?

El corrupto es el mártir que se sacrifica por todos, que nos entrega su vida en nombre del bien común, ese burdel abstracto, que se degrada por nosotros y permite, en su infinita generosidad, ser el objeto de nuestras burlas.

Cómo no comprender al humilde servidor que desvió unos pocos millones de euros a esos infiernos fiscales en cuyas playas virtuales y herméticas fronteras nunca sale el sol, nunca hay cliente que por bien no venga.

Como la justicia es igual para todos, y es ciega y pura, a nadie le ha parecido mal que la justicia, en un dramático avance médico, sea hoy más tuerta que ciega y más conveniente que pura, y ahora sepa distinguir entre un primate y un intocable.

Me agota la miopía de esos pesimistas que no entienden el milagro del buen delito, la sabiduría del crimen legalizado, la oportunidad de su talento. Como aquel torpe amigo que en sueños me decía: sospecho que la cárcel está llena de quijotes, porque en la calle no caben más valientes.




Anoche




Hace años que perdió su trabajo y su familia como quien pierde la única cuchara que posee y debe esperar que sean otros, madres imaginarias con papalinas blancas, quienes le alimenten.

Anoche lo vi detenido frente a un edificio, sus ojos eran piedras negras que reflejaban el sol de las farolas, observando las grandes ventanas iluminadas, ese enjambre rectangular como una radiografía de la caldeada supervivencia. No podía ver nada con los ojos, porque el pudor de las cortinas todo lo esconde, pero la sed ve más lejos. No era comida lo que necesitaba, tampoco alcohol, solo buscaba a los otros, al desconocido que le saluda cada mañana, al que no puede detenerse, al niño que cuida de su madre, al padre que detesta al padre que le ofreció un techo, al sabio necio que no sabe callar, al maestro que ignora lo que enseña y se tortura.

Hace años que no sabe quién es. Hace tantos años de todo: la calle está para él llena de saludables cadáveres, llena de cafés ocupados por sombras que hablan de algo que nunca ocurrió, llena de fantasmas que dicen nuestros nombres como quien recita una lista de bajas en una guerra ridícula y antigua.

Cuando camina por la calle, la mirada fija en un lugar lejano, la gente se aparta de su lado, como si temiera contagiarse o ver lo que él ve o caer como él cae. Se apartan, pero el único que no disimula es él, el único que no necesita ser otro.

Ahora se aleja hacia donde la ciudad se arrastra y disgrega como una colonia de ratas adormecidas. Se aleja, pero no huye. Acaso está volviendo.




Llámalo torcedura





Si alguna vez conoces a alguien que nunca ha creído que actuase injustamente, que no se pregunta sobre el valor de sus actos, es muy probable que estés ante un tipo que, si las circunstancias se lo permiten, no dudará en descargar su arma sobre tu frente en el pacífico nombre de la verdad.

La palabra misma es un señuelo. Aún lo llamamos verdad, pero solo es conveniencia. Tennessee Williams lo dijo mejor: “Todos nos utilizamos unos a otros, y luego lo llamamos amor”. Lo llamamos amor o verdad, pero es otra cosa.

Solo puedo entonces escuchar a quienes han seguido un largo proceso hasta el descreimiento. Llámalo también grieta, llámalo torcedura. Algo que se dobla, que duele y que muestra su interior: su debilidad. Están endurecidos por los espejismos y los discursos, por las leyes, los ídolos y las estatuas que caen y se levantan con la misma facilidad que los muñecos en una barraca de feria. Por eso solo puedo sonreír cuando alguien defiende una estética como quien se pone un traje nuevo para ocultar las miserias de su cuerpo.

Escucho al Kertész de Kaddish por el hijo no nacido, porque no quiere llevarme hacia ningún templo, porque su desconfianza tiembla y se riza cuando escribe, porque no quiere que nadie crea en él.

Escucho a Abbas Beydoun porque sabe deshacerse de toda solemnidad, porque se tropieza y cae, porque se equivoca una y otra vez, de esa forma en que la poesía acierta hoy, a través del error, al aceptar que el poeta es alguien que se aferra a objetos diminutos, a ideas innecesarias, a todo lo que se desprende del idioma y nadie entiende como poesía. Leo Un minuto de retraso sobre lo real y veo a alguien que se aleja de su tradición, o como defiende su traductora, Luz Gómez García, sigue la “tradición de la traducción”. Observa Beydoun a su país, el Líbano, con una conmovida frialdad, como quien necesita evitar el antiguo engaño de su educación para poder verse en el espejo como se vería un extranjero.

Escucho a Montale, que nos aseguraba que su generación había hecho todo lo posible por empeorar el mundo, que vivir al cinco por ciento es suficiente, que no aumentemos la dosis, que a todos nos conviene ser insecto, que solo sabemos lo que no somos, lo que no queremos.


¿Dónde están los otros?



Durante treinta y nueve páginas riza su pensamiento en un ensayo sobre antropología y ética, se fortifica hablando de multiculturalidad, relativismo y globalización, se junta con la fabulosa otredad, nos explica cómo entender al extraño y a los pueblos oprimidos, aguarda valores universales y propone a los mejores observadores de nuestra tribu, todos imparciales, distanciados, comprensivos. Durante treinta y nueve páginas ametralla al lector con el desfile habitual de nombres ilustres, desde Aristóteles hasta Polanyi. De las muchas autoridades citadas no hay una sola que no sea occidental, ni un libro, ni un pensamiento, ni la metáfora descabalada de un poeta, siquiera un proverbio que no sea occidental. Nada. ¿Dónde están los otros?

Ahora lo entiendo: la libertad y la justicia es para todos, pero la inteligencia es solo nuestra.



Imagen: Hugh Sitton