Al otro lado

Imagen: George Krause




Podría decir que es mi amigo, pero mentiría. Apenas le conozco, aunque lo sé casi todo de él.


Compartimos algunas aficiones menores, pero en aquello que da sentido a nuestras vidas somos dos extraños.

A veces le miro y creo entenderle, pero es un error. Siempre estoy a su lado, pero nunca estoy con él.

Todo lo que hace me resulta absurdo: nada de lo que él teme a mí me inquieta, sus gigantes son enanos para mí, sus indiferencias a mí me enloquecen, donde él ve un lago yo sólo atisbo un páramo, y donde él se detiene yo paso de largo.

Durante años nos hemos respetado como dos boxeadores que saben que la derrota y la victoria son lo mismo.

Cada uno vigila las fronteras de su intimidad. Los acuerdos son escasos y las discusiones resultan innecesarias.

Le gusta el cine de Eastwood y de Allen, que yo detesto. Una vez me confesó que había disfrutado de una película de Theo Angelopoulos. Me dio un ataque de risa. Lee mucho más que yo, pero eso no tiene ningún mérito. Casi todo en él es excesivo, y a mí los excesos me adormecen. Un ejemplo: una vez le preguntaron cuáles eran los tres filósofos a los que más admiraba. Primero le pudo cierta anglofilia y respondió: “Russell, Russell y Russell”. Pero no tardó tres segundos en corregir su tríada, asegurando que la anterior era la ideal y esta la verosímil: “Hume, Groucho y Vivaldi.”

Cuando todo va bien, él hace el trabajo y yo cobro las facturas. Se puede decir que vamos a medias. Pero si las cosas se ponen feas, él se encierra en la biblioteca y yo debo hacerlo todo.

Escribe mucho, demasiado en mi opinión, pero a veces le pagan, y eso quizá justifica su demencia. No me interesa lo que escribe, y hace años que dejé de leerle.

Nunca le hice preguntas indiscretas, y si se las hubiera hecho él no me habría respondido. Por su parte él me hace constantemente preguntas inaceptables, a las que siempre respondo con mentiras.

Vivimos juntos, pero su casa y la mía son muy distintas. Él sólo tiene libros y un ordenador. Yo tengo todo lo demás.

Jugamos a ser buenos amigos, creyendo que la voluntad es suficiente para salvar nuestras diferencias. Es mentira. La voluntad es un puente demasiado frágil para unir a esas dos personas que se alejan.

Desde hace años tengo los datos, las fechas y todas las fotografías, pero sigo sin saber quién es.

Algunos días, cuando me miro al espejo, desearía ser como él y tener algo por lo que vivir y morir.

A veces él, lo sé, en sus peores noches, desearía quemar todo lo que ha escrito, quemar también su biblioteca, borrar su nombre para siempre y ser como yo.

A veces se despierta en mitad de la noche, busca un papel y se pone a escribir. Pero la mayoría de las veces se pone a leer, como un loco que busca la respuesta a una pregunta inabarcable.

Mentiría si dijera que creo en él.

Pertenecemos a la misma familia, pero su familia y la mía son incompatibles. Yo tengo padres y hermanas, él sólo tiene libros y citas.

Yo estoy más allá de sus juegos y de su obsesión, y de alguna forma le estoy esperando. Pero le espero al otro lado de la realidad, allí donde darle un sentido a la vida es un lujo innecesario, donde las palabras no son suficientes, allí donde unos segundos de luz valen más que toda su literatura.