Amigos íntimos




Nuestra desdicha es haber aceptado que somos uno y no muchos. Como ese espejismo no bastaba hemos considerado, tan hipócritas somos, que esa unidad era algo coherente y sano. 

Nada de dobleces, nos recomiendan. Nada de duplicaciones. Evita la torpeza de la contradicción, nos enseñan. Eres así, hecho de un solo trazo, y si no lo ves es que estás ciego. Así hemos conseguido que los ciegos se vean en el espejo y los tuertos se busquen entre las ruinas de la filosofía. 

La evidencia muestra que cada persona es una multitud. La historia confirma sin descanso esa evidencia. Pero a muy pocos agrada contemplar su desequilibrio, o escuchar las poco edificantes atrocidades del héroe. Solo interesa imponer una fábula llamada Historia y producir manuales. 

Quema no pertenecer a ningún sitio y establecerse en la contradicción. Quema decir me equivoco, me contradigo. Quema aceptar que no hay una sola voz para decir lo que piensas. 

Quien se busca a sí mismo solo busca un rostro entre la multitud. Busca un parecido razonable, o aún peor, busca quedar bien en la fotografía. Quieren ser siempre lo que creen ser, no lo que son. Y eso que somos y que dice tener un solo nombre es una multitud. 

Dije al principio "nuestra desdicha", pero también nuestra locura, nuestra renovada podredumbre es hija de esa charlatanería del ser que es uno. Shakespeare entendió pronto lo que era y desapareció ante nosotros, como un astuto ilusionista, para volver convertido en esa multitud que nos habla desde sus obras. Pessoa descubrió que su maestro estaba dentro de él, y junto al maestro encontró a los discípulos y con ellos toda una literatura. 

Somos los otros que viven aquí, en cada uno. Y los otros no viven en silencio. No nos queda otro remedio que ser amigos íntimos.


Foto: Irina Werning

El difunto Ambrogio Casati


Nadie le exige a la realidad que sea verosímil, tampoco a nuestra biografía o a ese disparate llamado historia, solo al arte le exigimos una coherencia de la que carece por completo la realidad. Una obra propone una lógica, y es una generosidad con el lector que el escritor se someta a sus propias leyes. Lo que no se le puede exigir a un escritor es que se someta a las leyes invisibles de la realidad, porque en la realidad no hay leyes. 

De eso habla Luigi Pirandello al final de El difunto Matías Pascal. Acusado de inverosímil y fantasioso, Pirandello encuentra en una noticia (publicada en el Corriere della Sera el 27 de marzo de 1920) una coartada frente a esos críticos que desconfían de la soberbia imaginación y de la absoluta inverosimilitud de la realidad. El periódico presentaba la noticia como un caso de bigamia, pero su naturaleza es la de un cuento fantástico que suma a sus torpezas argumentales el inconveniente de ser un hecho real. 

Es la historia de Ambrogio Casati di Luigi, un electricista cuyo cadáver es identificado por su esposa, María Tedeschi. En realidad el cuerpo no era el de Casati, sino el de un hombre que se le parecía. El verdadero Ambrogio Casati dormía en la cárcel desde hacía unos meses, y también estaba separado de María desde hacía varios años, aunque no legalmente separado. La viuda María aprovechó la ocasión para casarse con un tal Luigi Majoli. Un año después de su muerte, el difunto Ambrogio Casati salió de la cárcel sin ayuda de ningún coche fúnebre, se dirigió al Registro Civil y le pidió un documento al funcionario. Es conocido que los difuntos no están autorizados para solicitar documentos, así que el funcionario se vio en la obligación de rechazar la petición del cadáver. Usted está oficialmente muerto, se defendió el funcionario. 

Era evidente: el muerto estaba frente a él, hablaba un italiano acelerado, una gota de sudor le serpenteaba por la sien, tal vez sonreía pensando que se trataba de una broma típica de funcionarios, quizá respiraba. No había duda, el solicitante era el difunto Ambrogio Casati.

Solo los muertos pueden presentarse así ante los vivos, con ese aspecto inverosímil que tienen los personajes de las novelas, con esa desfachatez que les permite exigir una fe de vida.

Casati pudo visitar su tumba y leer su lápida. La noticia se detiene ahí, también Pirandello. Pero yo prefiero imaginar a Casati aprovechando su inexistencia, quizá cometiendo un robo en el Banco Vaticano para financiarse la dura vida del ex presidiario y la no menos agónica existencia del difunto. Tal vez la policía lo hubiera detenido poco después mientras disfrutaba del más allá entre nosotros, sometido al duro régimen de algún balneario siciliano. 

Es verdad que eso hubiera complicado mucho las cosas. La policía estaría deteniendo a un muerto, y eso no conviene a la credibilidad de ningún cuerpo de policía. Por culpa de una razonable desatención, el muerto podría morir en el calabozo, pero eso resulta contradictorio. ¿Puede un muerto morir? ¿Puede alguien, por muy italiano que sea, morir dos veces? ¿Era capaz de ese prodigio Ambrogio Casati? ¿Tras la segunda muerte, certificada por la policía, reconocido nuevamente el cuerpo por la viuda María Tedeschi, habría alguna seguridad de que al morir ese hombre muere alguien? 

Todo parece cuento, como es cuento la realidad.

Acaso no importe si Ambrogio Casati es real o ficticio, solo importa si el truco de magia de unas páginas dice algo de nosotros, si nos sirve para comprendernos, si en algún lugar de la historia nos reconocemos, vivos o muertos.


Imagen: Uomo allo specchio de Mino Ceretti

Distancia de seguridad



Todas las cosas vistas de cerca tienden sin remedio a la fealdad. Digamos una ciudad: Santa Cruz. Ciudad malencarada, administrativa y disforme. Digamos esta cafetería: ocupada por el sonsonete vitriólico de una máquina tragaperras y dos parroquianos mudos, oscuros, acodados sobre la barra mientras observan narcotizados la televisión. En las mesas de aluminio, mil veces aliviadas con un paño casi verde, una luz gelatinosa se abre paso.

Si fueran observadas con la adecuada distancia, la ciudad y la cafetería ganarían mucho. Por ejemplo: observadas a dos mil kilómetros de distancia podrían alcanzar ambas el calificativo de espléndidas. Pero así, de cerca, en intimidad con las cosas, hasta la galleta que muerdo es una cosa insípida en comparación con nuestro ideal de galleta. 

Una prudente distancia ayuda a la observación de espejismos. Quizá nos convenga, para un mejor engaño y una mayor persistencia, una distancia de seguridad, una prudente lejanía. 

Por eso basta con escuchar a alguien que idealiza para saber la distancia a la que se encuentra del objeto idealizado.
 


Imagen: Gianni Berengo Gardin