De griegos, bicicletas y traductores





Ati Solerti, con la ayuda de Mario Domínguez Parra, ha traducido al griego algunos poetas españoles para la revista Vakxikon. Entre los incluidos encuentro a varios poetas que nadie debería ignorar, como Iván Cabrera Cartaya, Jordi Doce, Rafael-José Díaz o Francisco León.

Una mezcla de generosidad y de temeridad les ha llevado a incluir dos poemas míos y unas líneas de Fabio Montes. 

"La piedra", un poema de Nadie (2002), pinta así en el griego de Ati Solerti:

Η ΠΕΤΡΑ 



Μέσα στην πέτρα ο χρόνος δεν μένει:

σ’ εκείνη επίσης υπάρχει μια φωνή που τρέμει,
που παρακμάζει και μισεύει. 
Γη κοιμισμένη θα γίνει κάποια μέρα, 
κι από τους αχανείς δρόμους του κόσμου 
η φωνή της θα γίνει αυτή η φωνή, 
αυτή που εσύ της παραχώρησες.


Sí, yo tampoco lo entiendo, pero seguro que Ati Solerti me ha mejorado. 

Apostaría que en sus palabras soy menos indigno.

Los lectores griegos, si acaso tengo alguno, leerán algo como esto, más o menos:


LA PIEDRA 

El tiempo no se detiene en la piedra: 
también en ella hay una voz que tiembla, 
que declina y se pierde. 
Algún día será dormida tierra, 
y por los vastos caminos del mundo 
su voz será esta voz, 
la que tú le otorgaste. 


Valga esa traducción como excusa para hablar de la amiga Maila, una profesora de ruso que traduce a escritores polacos, a la que conocí hace unas semanas en una especie de fiesta-manifestación de la bicicleta en La Laguna. 

Antes de comenzar la ruta yo mostraba mi natural decrepitud, los pedales se reían en mi cara, el manillar me observaba con espanto. María José a mi lado iba casi niña, siempre en mediodía, como estrenando juego. Luego apareció Maila con chaqueta negra bajo el sol africano: pequeña, reconcentrada, nerviosa, cerrando cada frase con media sonrisa. 

Nos pusimos a hablar en dirección a Polonia y enseguida nos encontramos pedaleando sobre Stasiuk, Szymborska, Lem, Mrozek o Gombrowicz, como enfermos que somos, abandonados a nuestro vicio.



Ahí tienen a tres toxicómanos de la literatura dentro de una bandada de ciclistas. Deberían encerrarnos a todos en Tworki (El manicomio), que es la novela de Marek Bienczyk que Maila ha traducido para Acantilado. 

Me conmueven los traductores, su forma de abrir la ventana de un idioma para que entre el oxígeno, su manera de estar en el escenario sin ser visibles,  su minuciosa generosidad que cada día se presenta en la sala de máquinas de la obra ajena.

Pienso en Cansinos Assens, traduciendo a jornada completa, encorvado sobre el escritorio, la cabeza llena de alfabetos y de verbos irregulares, arrastrando la piedra de la literatura para otros, entregándoles lo mejor que había en él. 

Pienso en Ángel Crespo, en Carlos Pujol, en Clara Janés… Yo no sé si alguna vez haremos justicia a toda esa gente que trabaja, por una paga miserable, para nuestra felicidad. 

Maila Lema, que pedalea para Bienczyk, pertenece a esa raza que nos dignifica a todos. 


Mudanza





Toca el día a mudanza. Se requieren brazos, una espalda no doblegada, dos horas de servicio.

Hay gente que no puede contar sus mudanzas, tanto han vivido. Miran hacia atrás y descubren un baile de direcciones, llaves trastocadas, caseros y habitaciones con vistas a otras casas que también tienen habitaciones con vistas a otras casas, y así. 

Es el caso de la amiga que se muda: su vida es un vaivén de tal calibre que se puede decir que vive en todos sitios y en ninguno.

Nuestra amiga sabe que establecerse no sirve para nada. El que se cree a salvo y bajo un techo definitivo es el que vive en mitad de un espejismo.

El asunto es que entramos en su casa y vemos cómo la casa ha desaparecido, reducida a una isla de cajas de cartón, bolsos hinchados de ropa, estanterías que nos dan la espalda, cables que se rizan por el suelo y cuadros derrotados.

No hay casa, solo un inmueble que se aleja. Esa abstracción que llamamos hogar va siendo cargada en un furgón. Son los órganos aún vivos que esperan para ser trasplantados. 

Los objetos, fuera de su función, se empequeñecen y deprimen. Viajan hacinados o boca abajo, el rostro contra la pared, revueltos con otros objetos incomprensibles, entrechocando por el camino, llamándonos con un tintineo frenético. 

Imagen: William Eggleston


A la hora justa el hogar diseccionado ha llegado al nuevo inmueble.

Cuando se abren las cajas los objetos salen a la luz espantados: se tantean el cuerpo, enumeran los daños, acaso nos perdonan. Poco a poco ocupan su lugar, hacen la casa, se adueñan de un ámbito, y desde allí nos observan de nuevo como iguales. 

Una mudanza es una representación de la existencia: sueños embalados que cargamos hacia ningún sitio, platos que se quiebran por el camino, ceniza que era mejor dejar atrás. 

Perdemos objetos y ganamos los hábitos del nómada.

Yo he optando por no guardar casi nada.

En la última mudanza todo cabrá en una sola caja de madera. 


Al volver la cabeza




Todos regresamos tarde a nosotros mismos.

Hay un tribunal donde no sirven las coartadas ni prescriben los delitos, donde un juez impiadoso lee con flema la sentencia condenatoria. Sonreímos al escuchar esas palabras, pero sonreímos porque son verdad y estamos perdidos.

A veces parece que nuestra labor es engañarnos, rizar esa mentira, comprimirla en una cápsula, tomarla cada día. A veces hay un generoso abogado que nos absuelve con retórica al otro lado del cristal de seguridad; otras veces preferimos el disfraz que nos permite olvidar durante unos minutos que somos presos. En el patio, a mediodía, intercambiamos píldoras: “yo soy inocente, te lo juro”, “y yo, claro, y todos”, “estaban todos untados, yo no hice nada”, "no tuve suerte, eso fue todo", y así.

Pero hay que volver a la celda cada día, aunque a todos nos guste retrasar ese viaje.

Y es un error, acaso el mayor de todos, regresar tarde a nosotros mismos.

Al volver la cabeza, como quien camina hacia atrás en el tiempo, Sísifos agotados que han de volver a sí mismos, debemos escuchar nuestra condena, y aprender a destruirnos o a resignarnos.