La maledicencia


Me escribe un lector para decirme que soy un escritor maldiciente, es decir, detractor por hábito y malvado por vicio. Acierta, pero se queda corto. Ignora mi peor defecto, mi íntima vergüenza: me encanta criticar toda página que merezca ese esfuerzo, decir lo que pienso sin que me importen demasiado las consecuencias.

Los dos sabemos que esa práctica no puede acabar bien.

Mi generoso lector me desea una vida miserable, que esté a la altura de lo que escribo.

No debes preocuparte, amigo, ya está todo dispuesto. Tengo el billete y la maleta. Voy en camino. Tú sólo espérame.

Y es que no todo el mundo está preparado para ejercer el arte de la injuria. Poner a caldo al prójimo, cocer las virtudes de un amigo hasta hervirle la sangre, sacarse del ingenio una filípica, extraviar el adjetivo que iba para elogio, manchar un poco las medallas de hojalata del triunfador, abrir una vía de agua en el gran transatlántico de las ideas a la moda, reírse de todo lo sagrado e intocable y luego saludar al respetable.

Es un oficio amargo el del satírico. Todos se ríen, pero nadie se siente identificado.

El arte de la burla requiere un vuelo breve, felino e impiadoso. El que piensa siete veces antes de ponerse a escribir nunca critica. Nunca. Se pone serio, se modera, se apacigua y luego cisca un tópico.

La maledicencia, como el humor, vive de la exageración, del no va más, del triple salto mortal sin red. Pero es una exageración justificada, un riesgo con motivo.

Somos satíricos porque somos libres. Pobre de aquella sociedad donde todos hablen bien de todos, donde nadie comete errores, donde todos son sabios y buenos y ejemplares, donde un comercio perpetuo de elogios inunde los periódicos. La libertad es que los elogios no sean obligatorios.

Pero la libertad, aunque apetecible, tiene sus peligros. Borges, por ejemplo, decía que era un cobarde, pero nunca se calló ninguna de sus opiniones, por descabelladas o impopulares que fueran. Mark Twain no parecía conocer otro temor que el temor que sentía ante su falta de temor. “Nunca he permitido que la escuela interfiriera en mi educación”, aseguraba este autodidacta furibundo.

Por eso la sombra de Swift, Voltaire, Boccaccio, Papini o Monterroso es una sombra inevitable, pero poco acogedora. Sus libros satíricos tienen desagradables efectos secundarios: en cualquier momento puedes descubrir que el idiota que aparece por allí eres tú.


La tribu en la frontera



Hace ya muchas décadas que la enfermedad existe, y no parece que vaya a remitir pronto. Nació como todas las cosas, para sustituir algo que estaba desapareciendo. Perdimos la fe en Dios y en la otra vida y fuimos ganando la no menos absurda fe en una patria, una bandera y una tribu. No es que fuéramos originales, la historia estaba llena de precedentes, pero es cierto que nuestra época se ha sumado a la nueva religión con un entusiasmo feroz. Como el hombre contemporáneo no tenía otra fe que su falta de fe, enseguida le encantó la idea de pertenecer a una cosa sólida e inalterable, porque no soportaba la idea de que su vida estuviera suspendida en el vacío. Esa fe empezó cuando alguien dijo que a nuestro alrededor, desde hacía siglos, existía algo que nos unía y nos hacía diferentes.


El problema es que nuestra creencia tiene límites. Eso que nos une y en lo que creemos, a lo que nos aferramos hasta matar o morir, no es universal, no señor. Es tuyo y mío y de unos pocos. Los demás están fuera. Son extranjeros, distintos, incomprensibles. Parece como si los otros, los que no pertenecen a nuestra comunidad, tuvieran siete piernas, branquias y dos bocas.

Es una fe inverosímil, como casi toda fe. Está fundada sobre abstracciones, y su solidez y veracidad es también abstracta. Pero cada día hay más personas que creen que su tribu o nación es eterna, y que esa abstracción llena de mitos y leyendas ha descendido a la tierra y se ha encarnado en ellos. Por eso los nacionalismos tienen tanto éxito. Ahora todos necesitan una identidad, una explicación de lo que son para poder ser. A ninguno parece importarle que esa explicación sea siempre un remiendo peor o mejor cosido de palabras grandilocuentes.

Lo que suplica la gente es una fe, y los políticos, que son los grandes oportunistas de nuestro tiempo, se inventan esa fe para ellos.

Antes nos conformábamos con el mundo de Dios, y los sacerdotes hacían el papel que hoy hacen los políticos. Ahora nos conformamos con alzar la bandera de nuestra isla, nuestro pueblo o nuestro país. Pero siempre nuestro, nunca de todos.

El asunto es creer en algo, tener un mito en la cabeza como se tiene una piedra en la mano. A la tribu o la comarca le asignamos una historia, empezando y acabando esa historia donde más nos conviene, pero sobre todo le entregamos unas fronteras, que no son más que una forma de avaricia. Es como el prestamista que cada noche cuenta su dinero para estar seguro de la cantidad que posee, para saber cuánto gana y conocer si le roban. Con los países, las tribus y los pueblos ocurre lo mismo. Aquí empiezan y aquí acaban. Tenga usted mucho cuidado, no bromee usted con nuestras fronteras. Eso parecen decirnos.






Pero ¿qué razón moral podemos defender para impedir que una persona pase de un lugar a otro como pasamos de una calle a otra? Delante de una frontera se desmorona toda moral. Una frontera es un asunto administrativo, es decir, burocrático, y la burocracia es la forma moderna del engaño y del absurdo.

Hay quien vive en una cárcel y no lo sabe. Sólo el día que quiera escapar descubrirá que su fe ha convertido el mundo en una inmensa peninteciaría donde no te dejan elegir la celda.

Esas fronteras quieren sustentarse en el deseo de unos habitantes, en la supuesta historia de un pueblo, en el uso de un idioma, de una religión o de unas tradiciones. Pero la pregunta moral sigue siendo la misma, y la respuesta siempre es inmoral, porque está llena de alambradas, de burocracias y de mentiras, cuando no está llena de plomo.


Mudo



Saber algo y no decirlo, y seguir cabizbajo tu camino. Esperar en la larga cola durante horas, y que uno tras otro se vayan colando los que estaban detrás de ti, sin pedirte nunca permiso, sin que tú pronuncies una sola queja, esperando una dignidad que no puede llegar. Desear escapar de tu puesto de trabajo, pero no moverte del sitio, sentado frente a tu ordenador ocho horas al día, con quince minutos para desayunar solo en la cafetería de la esquina. Allí te espera el mismo cortado todos los días, y con él dialogas en silencio en un idioma invisible. Saber que todo será igual y que no hay remedio, y salir a la calle y que todo nos resulte lejano e intacto, como si volviéramos a la vida después de muchos años. Quizá nuestra labor consista en saber disfrutar de esta locura, en aprender a desaparecer mientras sonreímos, en aprender a gritar en silencio.



¿Sería eso en lo que pensaba Fabio Montes cuando escribió su poema titulado “Mudo”? No lo sé, pero me gusta pensar que fue así. La verdad es que nunca le entendí del todo. Aquí os dejo su poema.





MUDO


Como nunca tengo nada que hacer
que merezca un esfuerzo,
me bajé a la calle a morir despierto.


La tarde no era de nadie,
no tenía codicia ni amargor,
era una sábana blanca, limpia, irisada,
casi era mentira que fuera tarde.

Le dio a los pies por caminar
y me fui con ellos, no sé dónde,
y dejé que ellos hicieran el viaje.

La ronda acabó pronto
en el café de siempre, solo,
con mi rostro reflejado en el cristal de la ventana,


fantasma silencioso
que sólo comprende algo
cuando está a punto de ignorarlo todo,

preparado ya para desaparecer sin queja,
con la boca muy abierta,
como en un grito,
pero mudo al fin.



Frágil cordura



Cada día escuchamos el sumario de nuestras miserias, la contabilidad de la estupidez humana. Es un recuento atroz, pero no falso.

Cada día vemos a la abundancia paseándose frente a un coro de necesitados, vemos el éxito del totalitarismo, los orgullosos herederos de la violencia, las leyes que parecen escritas por un demente, los disfraces de la avaricia, el chantaje entendido como una de las Bellas Artes, la normalización de la mentira, ese azar al que llamamos justicia, los fanáticos recorriendo triunfales la calle de Dios que lleva hacia la nada, los dictadores cuya sonrisa hace estremecer al niño uniformado que aplaude en la gran plaza, el pánico que nos convierte a todos en policías, el hijo que acuchilló a su madre, el ciclo perpetuo de la venganza, la caricia que recibió como respuesta un disparo, el disparo que valió una pena de muerte, las dos lápidas que dialogan mientras el frío acosa a los cipreses del cementerio.

Ese recuento es atroz y es verdad. No debemos ignorarlo, porque muestra una parte de nuestra condición.

Pero basta un libro, unas palabras exactas y felices, para entender por qué seguimos, a pesar de todo, jugando a la vida. Releo un poema de Eugénio de Andrade, “El lugar más cercano”. Al portugués le bastan cuatro versos para fundar una esperanza.

El cuerpo nunca es triste;
el cuerpo es el lugar
más cercano donde la luz canta.
Es en el alma donde la muerte hace la casa.

Está incluido en su libro Oficio de paciencia.

Luego termino de leer Hero y Leandro de Christopher Marlowe, en la cuidada versión en endecasílabos blancos de Antonio Rivero Taravillo. También en Marlowe encuentro un refugio que tiene el aspecto de un sueño inacabado.

Más tarde busco otra medicina en un libro de Robert Lowell, un poema titulado “En venta”, donde habla de la vieja casa de sus padres, de su muebles que esperan de puntillas la mudanza. Allí también nos dice que la casa fue puesta en venta un mes después de la muerte de su padre. Al final del poema se lee:

Resignada, temerosa
de vivir sola hasta los ochenta años,
mi madre estaba absorta en la ventana,
tal si se hubiera quedado en el tren
una estación después de su destino.

Sí, cada día los mensajeros nos muestran la locura del mundo, los cristales rotos por la acera, la maleta caída, ya para siempre sola, junto a un cuerpo anónimo.

Para resistir sólo nos queda la belleza, su frágil cordura, su cuerpo bajo el sol.