Mundos del fin de la palabra, de Joanna Walsh


 

La literatura lleva décadas orbitando una estrella amenazante: el lenguaje. En esa estrella hemos depositado a la vez toda nuestra fe y nuestra desconfianza. Joanna Walsh es un reflejo de esa obsesión de época. En sus cuentos se ha diluido lo narrativo hasta casi desaparecer: leemos notas de diario, breves ensayos, cartas que luego derivan en distopías, informes que llegan desde un mundo que se parece demasiado al nuestro, apuntes domésticos. El cuento contemporáneo, pocos lo desconocen, es solo una convención dudosa, acaso un hábito comercial y crítico, como lo son la novela o el ensayo, y su realidad se confunde hasta desaparecer en otros géneros y termina por convertirse en algo que podría ser un cuento pero no lo parece. La razón no es oscura: la casa de la literatura es una sola, y eso que llamamos géneros no son más que formas de entrar en esa casa.

En Mundos del fin de la palabra la prosa acude a la ironía para interrogarse a sí misma, en un ejercicio que participa del análisis y de la desconfianza. Hay un motivo que recorre todo el libro: la imposibilidad de una comunicación plena, los márgenes borrosos y los precipicios que abren ciertas afirmaciones, las condenas que arrastran las palabras, la selva infranqueable que nos prometen algunas oraciones. Las primeras fronteras, también las primeras trincheras, son las que eleva el lenguaje, y es una forma de cordura que la escritura se demore en ellas. El lenguaje es un puente y un abismo al mismo tiempo. Este libro nos muestra el puente, nos acerca a las dos orillas, pero también fotografía su constante voladura, el incendio de los significados, la cotidiana destrucción de la palabra. En esa complejidad crece la escritura de Walsh, como ya sucedía en Vértigo.

Estos cuentos se sirven de la literatura, pero no encontrarás en ellos ningún fervor libresco, ninguna mitificación del oficio. La escritura es una patología, no un balneario. No santifica y no absuelve, al contrario, su función es desvelar lo que nos desagrada, reconocernos en sus deformaciones, desenmarañar los engaños con que sobrevivimos.

Casi todos los seres humanos que recorren estas páginas son minúsculos y no ignoran su tamaño, y sienten que es imposible abandonar esa condición, que hay en lo humano un caída hacia la necedad, una fatalidad, que nuestros errores nos explican con más precisión que nuestras virtudes. La sociedad permite a los personajes del libro realizar ciertos trabajos, repetir una y otra vez algunas acciones, les hace creer que avanzan, que existe alguna forma de progreso en su vida, pero en verdad están dando vueltas en un círculo atroz. Acaso la sensación más común que nos dejan los narradores y protagonistas de estas historias es el peso de la confusión, la desorientación existencial.

En uno de estos cuentos la narradora ha vivido toda su vida con un extraño, a la vez real y fantasmal, llamado Enzo Ponza. El nombre es ridículo, el personaje doméstico y pacífico. Enzo fue secuestrado por ella cuando era niña, y ahora, muchos años después, ese hombre sigue allí, en su casa, como un mueble más. El cuento podría ser la historia deformada de un amor, pero es la metáfora de una desoladora incomunicación, de dos extraños que han vivido juntos casi toda su vida, de una relación donde el amor se ha convertido en una especie de secuestro y de hábito, en un mutuo síndrome de Estocolmo. En otro relato la narradora nos habla de su yo lector como si fuera otra persona, alguien que lee lo que ella no lee, alguien que debería ser y no es. Es la vida de la mente, esa otra vida que corre dentro de la nuestra. 

El texto que da título al conjunto, “Mundos del fin de la palabra”, comienza como una carta de despedida pero pronto gira hacia la distopía, hacia la radiografía de una sociedad donde las palabras han perdido su función y su valor y han sido paulatinamente sustituidas por imágenes o gestos, donde su uso es inútil, estúpido o aberrante. Es como si todos los individuos de esa sociedad, que tanto se parece a la nuestra, hubieran aceptado que las palabras son inhábiles, que el silencio es más efectivo, que callar es más elocuente que articular sonidos cuyos significados son complejos, líquidos y mudables. En otro trabajo del volumen se nos presenta la casa como un organismo vivo, como un animal que debe ser alimentado y cuidado incluso a costa de nuestra cordura. En otro cuento el protagonista es un perro, un perro que se sabe tratado como una maleta. Al final de ese texto hay un párrafo que nos mira de reojo: quizá todo el que viaja se va convirtiendo, como ese perro, en un objeto que debe ser encajado, sometido a una logística y transportado siguiendo escrupulosos procedimientos.

Con una prosa a la vez analítica y ácida, capaz de diseccionar cualquier rincón de lo real, capaz de la más refinada ironía, nos habla Joanna Walsh del yo (ese tipo con aspecto de actor, ese farsante), nos habla de la pobreza que nos salva de nuestros propios deseos, del trabajo como un sistema de anulación, de las relaciones humanas como una danza cada día más torpe y desangelada.

Estos cuentos me provocan una inquietud saludable que surge de lo verosímil de sus interrogaciones, de sus metáforas de apariencia fantástica que me persiguen como un espejismo cotidiano, como algo que nos espera a la vuelta de la esquina, o aún peor, como una pesadilla en la que estamos cómodamente instalados.

 

 

Una propiedad del presente

 


Una propiedad del presente es su vanidad histórica y su alegría en el error. Siempre nos creemos mejores, más refinados y morales, menos idiotas que aquellos que nos precedieron. Miramos al pasado por encima del hombro, seguros de nuestra superioridad. Ignoramos la historia del conocimiento, esa secuencia donde nuestras verdades de hoy son corregidas sin descanso mañana, donde la verdad misma es solo una hipótesis, cuando no una pura leyenda.

Si la secuencia perdura es muy probable que mañana nos vean como salvajes, gente que no entendió lo que debía, bárbaros que caían sin remedio en el prejuicio, que creían en fábulas, autores de matanzas que ellos no repetirán. Seremos los animales de un tiempo oscuro, los encorvados herederos de la noche. Ellos, futuros hermanos, se creerán a salvo. Sus crímenes, cuando lleguen, parecerán nuevos, como recién inventados, pero en verdad serán lo mismo, y alguien vendrá a limpiar la sangre y prohibirá la memoria y las palabras, como hicimos nosotros. No somos peores que ellos, que se creerán últimos, tampoco mejores que los contemporáneos de Antístenes, Li Bai o Villon. La culpa, si acaso la rozamos, nos pertenece a todos.