Cerrar el paraguas, pensar a la intemperie




Escuchar exige más valor que creer. Te obliga a soportar al otro, a entenderle, a descubrirte equivocado.

Hablamos tras el ventanal de un café, pero a veces las palabras se nos deshacen en la boca y callamos para que el silencio diga lo suyo. Un silencio que trae zapatos cómodos, olor de invierno, el hábito de las madrugadas y un frío que enmudece. 

Entre la multitud que cruza la calle reconozco las bufandas, pero no los rostros. G. no ve lo mismo: Yo reconozco todos los rostros aunque no conozca a nadie, asegura, porque no hay nadie que no sea lo mismo que nosotros somos.

A veces nos marchamos lejos en las palabras, hacia libros remotos y ciudades entrevistas en una alucinación, decimos Naipaul, Porchia o Bufalino, una idea de Camus nos sobrevuela como un cazabombardero (todos somos Calígula y disimulamos, la sonrisa apacigua el miedo de serlo y de que nos reconozcan), pero volvemos pronto al velador, a la camarera infranqueable y morena, a la calle que sube hacia un cielo de ataúdes. 

Quien solo cree, insiste G., está abriendo su paraguas, protegiéndose de los otros, esperando que escampe. Toda fe es sanguínea e incontestable. Escuchar es cerrar el paraguas, pensar a la intemperie. Escuchar nos empuja a desconfiar de nosotros, y eso no divierte. Exhibimos el orgullo de una certeza, pero ese orgullo es un café frío que nuestra intimidad desprecia.

Al otro lado de este centímetro de cristal, como en un sueño ligero, crece la ciudad con su abrigo de piedra: cruza un búho enchaquetado con una bolsa en cada mano, una lechuza en la ventana de un segundo piso fuma su pitillo, pasa un matrimonio de mirlos que discuten sin mirarse, calle abajo un pequeño saltamontes melancólico arrastra un tanque de juguete. 


Malformaciones


Si fuera una casa estaría precintada, vacía y lista para ser demolida. Pero tengo cabeza, o parece que la tengo, y me perdonan. Del cuerpo no hablo porque no tiene remedio. A las malformaciones de mi carácter, en cambio, estoy agradecido: la sabrosa lujuria, las domésticas perversiones del juego, la toxicomanía lectora, la lengua zumbona que no sabe quedar bien con los amigos y las infinitas torpezas.

¿Quejas? Ninguna, solo agradecimientos al azar, ese sabio malvado que no se cansa de recordarnos nuestra insignificante estatura, que va dejando sus humorísticas lecciones por escaparates y mostradores, en el circo de las tribunas y en las homilías gubernamentales.

El azar, ese amigo que nos deforma para nuestro bien, que nos muestra lo que somos, no lo que querríamos ser. 

Gracias a esas malformaciones puede uno leer cosas como Vigilar y castigar. Foucault es un bárbaro, no hay duda, un enemigo, por eso analiza nuestra civilizada justicia, nuestros pacíficos medios correctivos.

En su libro nos propone un muestrario histórico de suplicios, cepos, sillas eléctricas, horcas, grilletes, inyecciones letales y garrotes. Una fiesta. El civilizado hombre occidental ha practicado todas las formas del tormento en nombre de la justicia y del alentador ejemplo, y se lo ha pasado en grande. 

Durante siglos apreciamos el suplicio público: lanzábamos las tripas del reo al fuego y luego lo decapitábamos con una Biblia entre las manos. Hasta que llegó el siglo XVIII los legisladores no se aburrieron del espectáculo y se decidieron a cambiar. Consideraron entonces más civilizadas las trampillas, las víctimas con velos negros o capuchas, los rápidos fusilamientos, la caída silenciosa en un sótano, siempre en presencia del capellán.

Fue el tiempo de la guillotina, esa felicidad instantánea, con su amplia cuchilla que servía de espejo en los mejores tocadores revolucionarios.

Debemos ser benignos, se decían, humanitarios. No torturemos el cuerpo, sino el alma. Así nacen los trabajos forzosos, los campos de concentración, todas las formas de la prisión. Y con ellos llegan los educadores que deben mostrarnos el buen camino.



El juez sentencia, pero no castiga. Las coerciones son un trabajo burocrático, una extremidad punitiva. Hoy el verdugo es un funcionario con traje y corbata. Un hombre bueno que debe hacer el trabajo sucio.

Nadie ignora que el juez es el único hombre que tiene legitimidad para asesinar en tiempo de paz. Asesina en nombre de la ley, pero se le exime de mancharse las manos, de apretar el último botón, de disparar el fusil. 

Foucault no lo dice en el libro, aunque resuene entrelíneas, pero yo vengo malformado y no me duele: los jueces deberían, antes de ejercer su oficio, pasar unos meses de prácticas en alguna prisión. Una cómoda beca. Ese conocimiento les sería tan útil a la hora de impartir justicia como una minuciosa lectura de los fallos del Tribunal Supremo.

La tercera parte del libro gira hacia la disciplina, especialmente la disciplina corporal. El cuerpo como objeto a modelar, barro en manos de un legislador que necesita docilidad y orden para construir su nueva sociedad. 

Los reglamentos de algunos colegios determinaban con demente exactitud la adecuada posición del cuerpo, la conveniencia de un gesto o la incorrección de una postura ante el pupitre.


La historia, con los servicios de Foucault, sigue mostrándose como un espejo deformante y cruel.


Algunos dan excusas, se visten rápido y huyen. No quieren presentarse ante ese espejo. Temen reconocerse.

Tra notte e giorno / Mario Luzi






“¿Qué lugar es este?” murmura en el sueño mi compañero 
agitándose con el temblor
del tren detenido en mitad de la vía.
“Es un lugar camino de Pisa” respondo
mientras miro en la gris profundidad el violeta
ceniciento de los montes ahondar en el color del lirio.
Una etapa del largo ir y venir
entre la casa y fuera, entre la madriguera y el campo,
así me descubro pensando en él
que con frecuencia habla de nuestra vida
como del trabajo de un animal extraño entre hormiga y topo.
Y debe ser un pensamiento
no diferente de aquel
que mueve sus labios
a una sonrisa culpable
mientras apoya la cabeza contra el respaldo en este amanecer.
O morir o hundirse bajo el yugo
de la bajeza de la especie, leo
en ese rostro siervo y goloso,
confiado de la buena suerte
del alma y, por qué no, de la revolución inexorable que está al llegar.
“También tú estás en el juego,
también tus puertos de piedra
robados a las ruinas
junto a los muros del edificio” pienso;
y pienso en un amor más grande que el mío
que vence esta repugnancia
y junto a una sabiduría más perfecta que toma lo bueno
y por lo bueno cierra un ojo sobre el corrupto y el equivocado.
Huye, fuego de golondrina
acuchillado por la lluvia,
se apaga arriba
el grito del operario que da la salida
al convoy perezoso entre la densa hierba.
“Debes crecer: crecer en amor
y en sabiduría” me dice ese rostro
derrotado que suda bajo esta luz de día incierto.




Del libro Nel magma (1966) de Mario Luzi.


Trad. B. M.