Un hombre que duerme



Lo mejor es quedarse dormido, no acudir al examen, ignorar el horario de trabajo, si acaso alguien tuviera semejante cosa, y quedarse ahí, sin nada que hacer y sin hacer nada, como quien solo espera y olvida.

Quien se pregunta por el sentido de lo que hace está perdido, y quien no se hace esa pregunta solo gira en una turbina. El protagonista de Un hombre que duerme, de Georges Perec, se ha hecho la pregunta, se ha bajado de la turbina y ahora, lo sabemos, está perdido, como nosotros.

Ha decidido no levantarse de la cama, ausentarse del proyecto de una vida que no siente como suya, merodear sin objeto o demorar cualquier actividad, describir lo que sucede como si le sucediera a otro y vivir como si la voluntad fuera una variante de la inercia. Es la novela del que se detiene y espera, alguien que no sabe bien lo que busca, pero sí de lo que huye, alguien que hemos sido y seremos nosotros, tipos que se interrogan sobre esa alucinación a la que llamamos realidad y a la que acudimos con una mezcla de asombro y repugnancia. 

El protagonista de Perec no quiere la libertad de hacer, de fabricar, engullir y producir, sino la contraria, la libertad de no hacer, de permanecer fuera del mundo como quien se ha propuesto analizar cada una de las minúsculas fealdades de su existencia, como si en ellas se escondiera una fascinación o una respuesta. Allí, y pronto lo descubrirá, no se esconde ninguna respuesta, no hay lecciones ni moral, solo miedo, un miedo que se adhiere a la piel, un miedo que te hace desear que todo acabe.

Este es el libro de la negación, la desidia y un cansancio inconcreto y asfixiante. Sabemos que respira el protagonista, pero sabemos que respira sin porqué. No elige ningún camino, solo se detiene y observa la encrucijada como un entomólogo aturdido y pesimista.


Es alguien que se juzga y no se encuentra inocente, alguien que se detiene al borde de un día cualquiera y decide respirar en esa frontera, establecerse en un hilo de pensamiento y mirar sin afecto a los dos lados. El precipicio y la vida son igualmente absurdos, piensa, y el paso, si hay que darlo, puede postergarse.

Quien se juzga a sí mismo no puede esperar benevolencia. El narrador y protagonista de Un hombre que duerme es también el juez, el fiscal y el acusado, y todos saben bien que no hay salida, que el problema somos nosotros, que el incendio está bajo la piel y no se apaga con buenas intenciones y un puñado de principios higiénicos y una dosis adecuada de psicoterapia. No, no se apaga el incendio, no hay salida y las escapatorias no sirven. En la vida las puertas de emergencia llevan también al incendio.

Tal vez por eso escribe, para disminuir el agotamiento de la perplejidad, para concentrar la mirada en el detalle menor, para curarse de la vida describiendo la vida, su alucinada turbina que pasa y vuelve y no acaba nunca.

Perec, ese enumerador compulsivo, detalla la vulgaridad diaria y neutra como si en ella estuviera la explicación de la caída, el sentido de esa voluntad que ha decidido no levantarse, no hacer lo que se espera y no esperar lo que se debe hacer.

Nada de ganar el tiempo, porque el tiempo está perdido de antemano y para siempre. Nada de correr detrás de nada. Solo formas para perder el tiempo y excusas para no correr. 

Las páginas en las que describe París, la gente que pasa frente a un café, insisten en el asombro ante todo y en el general sinsentido. ¿Por qué poner un pie delante del otro?, se pregunta Perec. ¿Por qué seguir paseando? ¿Adónde va con tanta prisa toda esa gente? Es una danza hipnótica, que se alarga y perdura, que se vuelve ciclo, que crece y decrece, que se hincha y revienta y vuelve a empezar, una larga enumeración que en su belleza y en su demencia no dice nada, o solo dice eso.