Dos sueños a cuestas



Son las dos formas de extrañamiento que más se repiten: aquella en la que buscamos huir de la sociedad sin abandonar el hilo de la vida, y aquella en que la sociedad parece habernos abandonado. El primero podría ser el loco, el asocial, el esquinado. El segundo es el que ha conocido la soledad moral.

Anoche esos dos extrañamientos fueron representados en dos sueños sucesivos, quizá porque  la realidad del sueño nos explica lo que no queremos escuchar en la vigilia.

El protagonista de esos sueños era alguien que se me parece pero que no soy yo, o para ser más exacto, aún no lo soy. 

El primer sueño podría resumirse así:

Una mañana, sin avisar a nadie, sin mostrar sus intenciones, sin dejar huella alguna, salió de casa para no volver nunca. Los bolsillos vacíos, como él. Sería vagabundo o mendigo o nadie. Sería no el fracaso, sino la inercia. Sería otro, cualquiera, un extraño que duda cuando dice “yo”. Sería alguien que no recuerda su nombre, alguien que está dispuesto a todo, excepto a volver. 

El segundo sueño corre así:

Al bajar las escaleras de su edificio, al abrir la misma puerta de cada día, el mundo, su mundo, el nuestro, se le había perdido. Una ciudad deshabitada y desconocida le vio caminar durante días. Esa ciudad, esa cárcel, no tenía puerta de salida. El mundo se le había perdido y era imposible volver.

¿No es el primer sueño la representación de un deseo que todos, alguna vez, hemos elaborado? ¿No es el segundo sueño el reflejo preciso, quizá por espontáneo, de una realidad que a veces solo podemos observar con náusea?

Sin embargo, sé que esos sueños no son la caída, sino la red. Son la distancia de protección, la misma que guarda el boxeador con su rival, porque a veces nos dejamos golpear por la realidad y necesitamos subir la defensa, retroceder, evitar el encuentro, volver a nuestra esquina, sobrevivir. Esos sueños, a su extraña manera, me reconfortan y me protegen.

Luego salgo a la calle, a cualquier calle, con esos dos sueños a cuestas, y todos los rostros que veo son también protagonistas de esos sueños, y siento que cada uno de nosotros está al borde del precipicio, que cada uno huye sin saberlo, solo en apariencia confiado.


La gran liquidación




El Estado, como sabemos todos, es un organismo de animales sedentarios al servicio de cualquier majadería. 

Vean el escaparate: todo a su servicio, todo en oferta. Es la gran liquidación. El Estado como gestor de sus bolsillos y promotor del saber, el Estado como árbitro de los servicios públicos: esos aeropuertos sin aviones, esos palacios para humildes monarquías, esas instituciones sin función, esos asesores de asesores que miden las horas kafkianamente en despachos de un silencio estremecedor, esos embajadores que sufren los rigores del exilio en estrechas mansiones, esas prohibiciones que nos recuerdan los límites del cuadrilátero, esos decretos que se defienden de otros decretos que a su vez inutilizaban decretos anteriores, correcciones de una ley decimonónica que se nos había colado bajo la puerta de la cocina, presupuestos fantasmales seguidos por un séquito de eufemismos, fanfarrias culturales con domador al fondo, la filoxera de la retórica en rueda de prensa o la ideología zumbando entre los micrófonos como una mosca demente.

Habría que darle la razón a Heller y firmar que el Estado es un sistema de dominación. Y no añadir nada más.

Por eso a veces conviene volver a la pregunta inicial, a las reglas del juego. Y ahí cometí el error, y acaso la suerte, de llegar hasta Aristóteles. 

Aristóteles es un tipo sin humor y sin poesía, alguien que cuando escribe se pone serio, como quien escribe al dictado de la Verdad, que es una de las peores cosas que se pueden hacer cuando se escribe. A mí esa seriedad de Aristóteles me da mucha risa, porque todo parece escrito por un tipo que se cree el padre fundador, que la verdad se le está cayendo de los dedos y que a ver quién se atreve a refutarle en un par de milenios. Ya digo, todas esas cosas que tanto excitan a algunos profesores a mí se me presentan como una comedia.

Pero volvamos al hilo del Estado. El asunto es que el optimista Aristóteles defendía que el Estado era un organismo cuya función consistía en mejorar la vida. Ese optimismo griego tiene hoy tanto uso como la metempsicosis, el carruaje o la épica en octava real.

Quizá podría servir como título de un libro de autoayuda editado por el gobierno: El Estado al servicio de la vida. O tal vez: El Estado: manual para principiantes, y así. Y un subtítulo: Y otras formas de emitir buenas intenciones como si uno estuviera fundando el método científico.

La realidad es siempre lo contrario de un libro de autoayuda, y en ella las buenas ideas, aunque las firme Aristóteles, suelen andar cabizbajas o llevar una vida subterránea. 

Pregúntele usted a un economista dónde queda la vida.

La vida está ahí, te dirá señalando a su banco.

Hoy estamos todos al servicio del Estado. Se trabaja para él, muchas veces se come gracias a él, y otras veces se come a pesar de él. Y el Estado, tan generoso de suyo, como agradecimiento, nos empeora la vida, nos miente, se ríe de nosotros, nos empuja al hambre, al suicidio o a la calle, y luego se queja, pobrecillo, de lo mal que lo tratamos.

El Estado, el buen samaritano, nos dice cómo debemos conducir, qué sustancias podemos consumir, cómo nos conviene comportarnos, qué sistemas debemos utilizar para conocer, qué cosas nos mejoran. Nos educa y nos reprende. 

Tal vez el Estado solo es un inmenso espejo en el que se refleja nuestra podredumbre. No lo que querríamos ser, sino lo que somos. No la esperanza, sino la vidriosa realidad. 


 Foto: Julian Röder

El asno, el cerdo y el escarabajo



La obra que sostiene a François Rabelais son los cinco libros monstruosos que cuentan la inverosímil historia de Gargantúa y de su hijo Pantagruel. Esas páginas son una enciclopedia de la vulgaridad escritas con estilo zumbón y un diccionario del insulto donde cada títere encuentra sus hilos. Rabelais se propone jugar con el lenguaje y las convenciones, le toca las nalgas a la frase, se emborracha hasta la demencia contemplando al ser humano y orina sobre la decencia. El Gulliver de Swift repetiría luego ese ejercicio. La obra de Rabelais es una broma nihilista y un desacato. El francés juega al frontón con unos personajes deformes y un humor escatológico. Tal vez algunos lectores piensen que un libro así debería olvidarse, que su fotografía es innecesaria y su medicina inconveniente. Se equivocan. El retrato de Rabelais, aunque deformado, no es inexacto, y cada día su disparatado universo se renueva en el nuestro, sale a la calle y se multiplica en las pantallas.

Algo hay en esta teratología cómica que nos pertenece. Quizá la palabra no sea el medio para la expresión de contenidos espirituales, como defendía Walter Benjamin, sino el medio ideal para expresar nuestra asombrosa cercanía con el asno, el cerdo y el escarabajo.