Señales que precederán al fin del mundo




Señales que precederán al fin del mundo
es la segunda novela de Yuri Herrera, nacido en 1970 en Actopan, en el Estado de Hidalgo, Méjico. Las señales que promete el apocalíptico título están aquí, entre nosotros, en nuestras palabras, en los yermos que vamos extendiendo sobre el mundo, en los oficios de la violencia y la corrupción, esos oficios que cuidamos con tanto afecto.

Valga decir que las 123 páginas de esta novela son invulnerables. Añadir o rebajar no serviría de nada. Todo ha caído en su lugar. Una naturalidad premeditada, un retrato del infierno que nunca afloja la cuerda, que nunca condesciende con explicaciones es lo que se nos entrega.

El lenguaje de Yuri Herrera es un paisaje en sí mismo: funda un territorio, se amista con la poesía, deriva hacia la reflexión y se reseca y corta cuando apura la crítica. Un mismo organismo va produciendo todos esos efectos ante el lector, modulándose sin que el cambio sea visible.

Herrera ha trabajado el lenguaje coloquial hasta presentarlo en una página como una cosa nueva, refinada, que sirve igual a la poesía, al diálogo filoso y a las quebradas del pensamiento. Pero ese lenguaje nunca deja de ser lo que es, un lenguaje que sabe a prisa y asfalto mezclado con tierra, a hoteles de frontera, a pulque curado de nuez, al cementerio de los desiertos, a no te fíes nunca, a un joven que duerme abrazado a una bolsa en su litera, a una troca que se aleja por pistas de tierra, a una huida hacia ningún sitio, porque la cordura no existe ni se la espera.

En ese idioma jugoso y engranado crece la figura de Makina, la protagonista, alguien que intenta sobrevivir en una sociedad donde la vida vale menos que el precio de la tinta gastada en escribir la palabra vida.

Durante años tuve por convicción que la influencia de Rulfo destruye a cualquier escritor, aniquila toda prosa. Es una sombra demasiado grande para que no te inunde y te derrote. Yuri Herrera demuestra que estaba equivocado, que se puede, por el camino de Rulfo, hacer la novela de hoy.

Como leo a Herrera desde la otra orilla siento, quizá por extrañeza, que el español se limpia y reinventa en su prosa. El mismo idioma, pero como recién hecho, lleno de juegos que mejoran al que lee, de entrelíneas, ritmos y enseñanzas.

Yo no sé si Méjico se acerca al fin del mundo, y todos con él, pero mientras las señales que anuncian ese final las notifique Yuri Herrera, bastará para seguir retrasando la hora.



Señales que precederán al fin del mundo, Yuri Herrera (Periférica, 2009)



¿Qué te sucede, Catulo?




No hemos comprendido las grandes ventajas que nos trae la crisis: esa felicidad insoportable que nos induce al suicidio; esa procesión de sombras desempleadas que avanzan, camufladas en ocio, por los parques; el aumento de las almas caritativas de doble papada, que con una mano nos entregan el pan y con la otra nos lo reclaman; el grave sufrimiento de los bancos, esos desheredados, cuyos directivos apenas llegan a fin de mes; los fatigosos viajes de nuestros líderes en busca de algún mamífero capitalista; los voluptuosos placeres de la recesión; la satisfacción de Marie Le Pen, tan cerca ya de alcanzar la segunda vuelta; los obispos que nos ruegan abandonar toda codicia, tan frugales ellos;  el renovado dialecto del egoísmo, esa medicina universal.

            La crisis vuelve más pequeño el mundo, nos empuja a un recreo salvaje, a un canibalismo gozoso.

Vuelven las naciones, las orondas patrias, las zonas de exclusión.

Catulo lo explicaba mejor (Carmina, XLVII):

Porcio y Socratión, roña y hambre de la humanidad, las dos manos ladronas de Pisón, ¿por qué ese Príapo sin pellejo os prefirió a mis amigos Veranio y Fabulo? Vosotros celebráis famosos y suntuosos banquetes a pleno día; ellos buscan por las esquinas invitaciones.

Habla de nosotros, de nuestro siglo. Las manos ladronas y arribistas de los amigos de Pisón, ¿no las conocemos bien? ¿No somos nosotros como Veranio y Fabulo, excluidos del gran banquete, buscando invitaciones por las esquinas, mendigando nuestra esclavitud con horarios?

Es la hora de matarnos entre nosotros, de alimentarnos a costa del hambre ajena.

Altos muros protegen a los elegidos.



            Catulo entendió el mensaje y escribió otro poema (Carmina, LII):

            ¿Qué hay, Catulo? ¿Por qué retrasas tu muerte? En la silla del cónsul se sienta Nonio el tuberculoso, y por su consulado perjura Vatinio. ¿Qué te sucede, Catulo? ¿Por qué retrasas tu muerte?

            Quien habla en el poema es César, el que compraba votos, el que enseñó a los romanos las bondades de la tiranía.

¿Qué nos sucede a todos, ahora que todos somos Catulo? ¿Por qué retrasamos nuestra muerte?

Sería el recorte definitivo, el acto más rentable, nuestra mejor inversión.

No hay duda, somos insolentes, malvados e irracionales: queremos sobrevivir.

Errores en la misma dirección




Goro Shimura es un matemático japonés, fue gran amigo y par en la investigación de Yutaka Taniyama, otro matemático japonés propenso a caer en teorías y depresiones. La frialdad de la Universidad de Tokio impulsó a los dos amigos a un razonable enclaustramiento y a imponerse retos caprichosos, como golpear lápices afilados contra mesas de cerezo mientras zapateaban las fórmulas en sus mentes. 

Su condición de investigadores les permitió dedicarse a sospechar cosas que solo pueden ocurrírsele a un par de matemáticos ociosos, como las relaciones entre las curvas elípticas y las formas modulares. Después de mucho trabajar llegaron a la insólita conclusión de que toda curva elíptica era una forma modular. A su intuición la llamaron la conjetura de Taniyama-Shimura, célebre proposición en el submundo de la Teoría Algebraica de Números. 



El asunto es que muchos años después, demostrada esa relación, suicidado Taniyama y famoso y coleando Shimura, le preguntaron al segundo cómo era el carácter y el talento de su compañero de conjetura.

–Taniyama era un matemático poco escrupuloso. Cometía muchos errores, pero pronto descubrí su inmenso talento: siempre cometía sus errores en la misma dirección.

Errores en la misma dirección, escuché, y sentí la emoción del hallazgo. Es una definición perfecta de la literatura, esa vasta conjetura que todavía sigue esperando a su Andrew Wiles.

Enseguida recordé un recital en Roma en el que me tocaba actuar como presentador, un acto que titulé, para mi vergüenza, La teoría del error, donde me apoyaba en Feyerabend y su prólogo a Contra el método para sugerir que cada palabra elegida por un escritor es un error seleccionado entre muchos errores posibles, que todo escritor trama en su obra, a veces de forma involuntaria, una particular teoría del error. 


Ahí tienen a Paul Feyerabend elaborando su anarquismo epistemológico. 

Hubiera sido mejor citar a Shimura y hablar de la buena literatura como un error cometido siempre en la misma dirección. Era la definición más exacta y la más amplia. Errores sí, pero errores necesarios, que definen un carácter, heredan una obsesión y se conjuran para pensar el mundo bajo una luz íntima. 

En 1995 el hipertímido y pelirrojo Andrew Wiles demostró un caso especial de la conjetura de Taniyama-Shimura, y a través de ella alcanzó una demostración del Último teorema de Fermat. 

En literatura todas las conjeturas son indemostrables. Los Andrew Wiles no nos sirven para nada. El genio se convierte en idiota dependiendo del siglo o del comentador. Ese tiovivo no debería inquietarnos.

El talento del escritor reside en apostar por la opción más digna de ser leída, pero también por la opción que mire, como hacía Taniyama, hacia el lugar que señala nuestro temperamento, rumbo hacia una isla que nunca se alcanza. Errores en la misma dirección. 


Crecimiento natural


Imagen: Slinkachu

Hacerse grande es conveniente para el pequeño: conviene sentir esa obesidad del alma, esa hinchazón que les hace creer que vuelan mientras se hunden. Es una ilusión necesaria, antes de que venga la realidad con su aguja y explote el globo.

Sueña la mosca con ser elefante, una mosca-elefante con un inmenso ojo compuesto, alas traslúcidas como velas, acorazado el segmento abdominal, y unas patas gruesas, esmaltadas, casi metálicas. Un sueño monstruoso el de la mosca, también el del banquero, la ministra o el concejal.

Son sueños infantiles, que no pueden ser pensados porque se desvanecerían. El pensamiento es el oxígeno, la cordura que nos vuelve diminutos, que nos regresa a nuestro tamaño, y para alimentar estos sueños es conveniente la asfixia, la más higiénica irracionalidad.

Van todos creciendo, alimentando su grandeza sobre alzas y tacones, dándose la razón a cada paso. Da gusto verles salir a la calle, tan alta la barbilla al mediodía, orgullosos de una sociedad que si aún no les aplaude no es porque ignoren su tamaño, sino por miedo a ser aplastada.