No más



¿No te agota el pensador equilibrado, el articulista bondadoso, el amigo con buenos sentimientos, el líder con abnegadas soluciones, el escritor que se acerca siempre con las mejores intenciones? No, no más. Detesta con razón, que no te embauquen los lugares comunes que quieren llevarte a casa de nuevo. No cedas. No más.

Si ves algo sólido, descree. Si te dicen que es verdad, muérete de risa. Si te advierten que es invisible, es que lo tienes a dos palmos de tu cara. Si te llega fundamentado y cierto, empieza a dudar. Si quiere lo mejor para ti, huye.

La literatura no está ausente de esa retórica de la bondad universal, esa palabrería bienintencionada que nos lleva entre canciones y arrumacos hasta una habitación con disfraces donde un sabio nos dice que bailemos. Pero quien escribe, aunque se niegue, aunque lo sea por defecto, es un testigo de cargo, y su obligación es conjeturar una verdad, insinuar un mundo que, envuelto en su propia radiografía, en un millón de precisos escáneres, se nos ha vuelto invisible. 

Hay que salir del escenario, alejarse todo lo posible, tomar una callejuela y ver si allí, donde no hay beneficio ni derrota, la vida nos deja una puerta entreabierta.

Cada página arrastra entonces, por mucho que se vuelva hacia el sol, una larga sombra. Yuri Andrujovich lo dice en uno de sus ensayos: “en esta parte del mundo hay demasiadas ruinas, demasiados cadáveres bajo los pies. No me puedo liberar de su influjo.” Él habla de Ucrania, pero esa parte del mundo es todo el mundo. También tu ciudad, también tu casa.

Detesto a los empresarios de sus ideas, como los llamó Cioran, a los profesionales de su estética, a los adictos a una fe que no admite interrogaciones. Prefiero al empresario de demoliciones, ese calificativo que se dedicaba a sí mismo Léon Bloy. 

Cioran prefería ese vértigo. 

Si hay algo que necesita una sociedad son escritores que no le den la razón. Refútame, llévame la contraria, niégalo todo. Ese debería nuestro lema.




¿Qué personajes necesitas? Yo necesito a los que cometieron un error, necesito al que se reconoce equivocado, al cobarde, al criminal. Seres débiles, infames, detestables, es decir, seres como nosotros. No cercanos, no solo visibles a nuestro alrededor, sino insoportablemente uno mismo. Si hay una voz humana esa es la voz de Macbeth, es el delirio de Calígula en palabras de Camus, es la ausencia de razones en los asesinos de Holcomb, a los que dio voz Truman Capote en A sangre fría, es el Edipo de Sófocles o el Egisto que recrea en un poema Martínez Mesanza:

Aquel que no merece luz ni casa,
que antes de haber nacido ya ha pecado.
Aquel que miente y sobrevive en vela,
que ama a la esposa del mejor guerrero.
El triste. Aquel que no es feliz ni hermoso.
Aquel que usurpa, Egisto, aquel, la sombra. 

Pero también los desheredados que levantó Pasolini, erizados, perezosos y suburbiales, recogiendo las migas de una vida no escogida; los muertos vivientes que retrata en cada libro Stasiuk, seres cuya única alegría es el olvido, la nieve y el alcohol, que viven como quien arrastra su propio cadáver hasta el bar; la maldad estatalizada que satiriza Mrozek; o los pobres, mudos e indolentes, que cruzan los poemas de Walcott, hijos de hijos de esclavos que hablan el idioma de sus amos, esos cuyo nombre es mangle, canoa, espuma, carguero, nombres que son paisaje, tan lejos del mundo, tan viejos y morenos, que cuando entran en el agua, una tarde cualquiera, parecen los únicos seres humanos que merecen una página. Acaso en ellos esté la voz que nos permita reconocernos.


 Fotos: Gianni Berengo Gardin y Stephan Vanfleteren

El diario de Kaspar Hauser




Detrás de las cosas está la verdad, le enseñan a Kaspar. Pero su forma de percibir la realidad no se acomoda a la de su profesor y responde: “Dietro la verità, le cose.” Es decir: “Detrás de la verdad, las cosas.” Su respuesta es el último verso del primer poema de Il diario di Kaspar Hauser (L’Obliquo, 2003). El autor del libro es Paolo Febbraro, y no hay en él una sola página que no haya sido premeditada por el talento. 

Como Alberto Caeiro para Pessoa, Kaspar Hauser es para Febbraro la etimología de un ser humano, su vuelta al origen, su necesidad de esquivar a la filosofía occidental y plantarse frente a una manzana, un cubo, un verbo o una civilización con la insolencia de un niño. 

A Kaspar le conviene la interrogación impertinente como a Caeiro le convenía la paradoja. No pensar para ver, exigía Caeiro, que así entraba en cada verso en una amplia contradicción al pensar en no pensar. Paolo Febbraro tampoco teme a las contradicciones. Sabe que la poesía se alimenta de ellas, que solo con ese juego es posible tramar una voz verosímil que haga historia nueva con madera antigua.

El Kaspar Hauser de Paolo Febbraro es el idiota, el ingenuo, el loco, y nadie ignora que esa es una de las definiciones más populares y generosas de poeta. Es el idiota que no quiere matar a nadie, el ingenuo que es feliz con casi nada, el loco que ignora cualquier forma de fanatismo.

“El único misterio es que haya alguien que piense en el misterio”, aseguraba Caeiro. A Kaspar Hauser le sucede lo mismo, y los misterios de la religión le resultan tan disparatados que no entiende que alguien quiera enseñarle semejante materia. ¿Un Dios que ha inventado el mundo de la nada? ¿Con qué materiales se hace algo de la nada? ¿Y quién, antes de Dios, inventó a Dios de la nada?

El río se mueve continuamente, le enseñan a Kaspar. Sí, pero si el movimiento es perpetuo, su rumor es inmóvil, añade él. 


Paolo Febbraro trama estos poemas como quien juega con la filosofía occidental, observando de soslayo a los grandes nombres, con media sonrisa siempre, como quien ha decidido transformar cada crítica en un diálogo irónico sin abandonar nunca la poesía. 

Los nombres, los lugares, las tradiciones, las religiones o la pedagogía, todo sirve y de todo se ríe seriamente Kaspar Hauser, y su sonrisa de loco dice más de nosotros que varias toneladas de literatura académica. 

La ciudad existe cuando el campo queda rodeado. Las habitaciones quieren tener sus propios pensamientos, y el viento es quien las hace escribir. Los objetos nos hablan y en ese diálogo, tan demente, hay una enseñanza. La escritura nos habla como ese hombre que habla, pero en la escritura hay un río subterráneo. Se equivoca Kaspar Hauser en este diario, y en cada uno de sus errores hay un salvavidas. 


“Apri la finestra, Kaspar.” 
“No, Franz. Voglio rimanere.” 


Que viene a ser: 


“Abre la ventana, Kaspar.” 
“No, Franz. Quiero quedarme.” 


Hay que quedarse, hay que pasar de largo ante las ventanas abiertas. 

La inocencia es imposible para el poeta de hoy, defiende Paolo Febbraro, por eso invita a la poesía a la casa de la ficción. Una casa de mala vida, llena de gentuza, de contradicciones, de humor. La gente honrada y la gente que sabe no va nunca por allí. En esa casa habita también la realidad, pero es una realidad que evita el centro del escenario, que no se conforma con las noticias y las contranoticias, que toma callejuelas imprevistas, que intuye que el insecto, el hombre y la silla comparten una misma naturaleza. Ya digo, son tarados, perdidos, adictos. Allí, tan enfermos están, es posible lo imposible. Y lo imposible es lo que sucede todos los días ante nuestros ojos ciegos, algo que solo puedes ver si eres un loco, un ingenuo, un idiota, un niño, o si te atreves a serlo sobre una página.


Alguien que no sea niebla



Aunque te burle o engañe por un rato, tú vuelves siempre a entregarme esta inercia que se parece tanto al abandono. Ahora crece otra vez por tu espalda aquel traje metálico, cota de mallas tensada con que te defiendes de ti mismo. Hay demasiados fantasmas a tu alrededor. ¿No los ves? 

Al otro lado debe haber alguien que no sea niebla. Si extiendes la mano y tanteas a ciegas, tal vez puedas sentir el aluminio húmedo de una barandilla, el rugoso mapa del asfalto bajo la lluvia, la resistencia del cristal. No aspires a nada más. El aluminio, el asfalto y el cristal son tus iguales. 

Pronto vendrá el convencimiento, y arqueado sobre un café, sin otra amistad con el mundo que una lejanía, no quedará en tus manos ni una sola palabra con que entorpecer al silencio.



Imagen: Mehrdad Naraghi