Todo lo que tengo lo llevo conmigo


a Francisco León

Serán estos los míos, cantando ahora con una copa de vino en la mano, o eran los de ayer, abriendo regalos que ha traído un fantasma tan vagamente representado.

Siento no ser de nadie y haber descubierto una soledad última que crece hacia la lluvia, idea que se entrega como agua sucia a los charcos, agua que evitan los zapatos cuando avanzan apresurados por la acera. No pertenezco y yo también me aparto. No conozco otra lealtad que una fatigosa traición. 

Una traición, así entendida por todos, fundada en decir lo que se piensa, en no callar a tiempo y no pensar nunca en las consecuencias. Siento la alegría del que se abandona a la ciudad, una alegría trágica que me vuelve invisible y ajeno, con la maleta siempre preparada para escapar de la casa transitoria.

Debo inventarme un hogar distinto, abarrotado de paisajes íntimos, de objetos que no pueden dañarme, de libros que suturan la misma herida que abren.

Un libro como Todo lo que tengo lo llevo conmigo, de Herta Müller. Allí fundo mi covacha hoy. Está repleto de enumeraciones que construyen la casa imposible del narrador, Oskar Pastior, el poeta y amigo de la autora. Es una casa construida en mitad del horror de un campo de trabajo soviético, una casa imaginaria que funciona como un salvavidas. Hilo de pensamiento que nos cose la respiración: polvo de carbón, paladas de arena, pan racionado, armuelle, el escondite de la almohada, polainas de cuero, cadáveres helados, cal y madera, ángel del hambre, pan de mejilla, pájaros de cemento, la voz del estómago, descargar y cargar, nieve sobre los vagones, nieve para desayunar, la mujer que come insectos, aguardiente de frambuesa, bloques de escoria, el himno ruso en los altavoces, procesión de huesos de hojalata. 

Herta Müller y Oskar Pastior 

Tres escaleras



Recuerdo que descendí por la primera escalera hasta llegar al siglo IV. Una intimidad de frescos lientos que se disuelven había allí, palabras tachadas de un latín sentencioso, barcas de pigmentos donde unos pocos reman aún hacia la noche. 

Luego bajé otra escalera y me encontré en el siglo I, domus de primitivos cristianos, aún cegados por una fe convulsa. Permanece el espacio, la cautela de un orden y un rumor de aguas subterráneas. 

Solo faltaba en ese lugar la sospechada escalera final, la que debe recordarnos que nuestro nombre no existe y en un leve descenso, aprendiendo del barro, ocupar nuestro hueco, firmar el último divorcio con la carne, inclinarse hacia el gusano.



Sobre la posibilidad de un espejo



  

Basta un poco de atención para descubrir que los  seres pintados al óleo en la National Gallery están vivos en las salas del museo: son el público y los vigilantes, y no siempre se reconocen en el espejo. Están en camino, preparados para sustituir a los originales antiguos, consultando su teléfono móvil mientras igualan con precisión los rostros congestionados en las telas, las narices de tubérculo, las miradas humilladas y las desafiantes, el gesto que señala y la boca que no se atreve a decir lo que piensa, la piel translúcida y la futura calavera. 

Rembrandt mira a Rembrandt cuatro siglos más tarde cuando ese hombre pelirrojo y de verde impermeable observa el Autorretrato a la edad de 34 años. Son iguales aunque no sean lo mismo. 

Miro a mi alrededor y no hay modelo que no esté caminando por estas salas: me cruzo con un calvo San Jerónimo, canoso y con ligera mochila, luego con una de las jóvenes mujeres de Vermeer en pantalones vaqueros, con el perfil de un bañista de Seurat, y más de una vez he creído ver el rostro cenceño, el pequeño cráneo, la piel rasurada y amarillenta, la fría mirada de Il doge Leonardo Loredan que pintó Giovanni Bellini. Están todos aquí. No falta nadie en este juego que se repite desde hace siglos.

Tal vez haga falta el cuadro para explicar a su doble, para entender lo que fuimos sin saberlo, lo que acaso somos, eso que solo alcanzarán a ver con exactitud los que vengan mañana y se descubran en nuestros rostros pintados.


Dos fragmentos




En calles comerciales como Oxford Street siento una insatisfacción agotadora, una total ausencia de verosimilitud. ¿Qué podría encontrar uno aquí donde todo fue hecho para la multitud, donde los dioses de temporada te observan intactos y en pose desde las paredes, multiplicados por la tautología de los espejos? El lujo y el diseño ofrecen su paraíso inverosímil habitado por maniquíes que simulan una congelada soberbia, una altivez teatral. El arquetipo debe ser el maniquí: hacia él nos dirigimos en busca de un falso equilibrio del cuerpo, hacia la piel plastificada y lisa, los ojos que no quieren ver, hormigueando en busca de esa perpetua forma de no ser nada y a la vez servir de ídolo para muchos. 


Nada enseñan estos escaparates, todo lo esconden bajo el estruendo de los focos halógenos que nadie puede mirar.

Estas calles comerciales solo me satisfacen como una idea remota, como una ficción que sucede en un lugar en el que no quiero estar. 

Pero basta con alejarse por calles donde nadie vende nada, donde se oscurece el paso entre ladrillos pardos, hematomas de verdín y repintadas verjas negras, para que la gran ciudad enseñe otro de sus rostros, el de las arrugas de la acera, las cejas encanecidas de los aleros y las venas hinchadas del asfalto. 

Sí, para qué negarlo, soy un adicto a la ruina.

Hasta la mujer que pasa en silencio a nuestro lado por esas calles es otra, lejos el tráfico y el comercio, atravesada por una fuerza que refuta la quietud de los maniquíes, con un cuerpo que no exhibe su imperfección pero tampoco la oculta, una mujer que avanza abstraída, guiada solo por un instinto que le permite doblar la esquina en el momento adecuado, mil veces realizado el mismo trayecto de vuelta a casa, hundida bajo un abrigo azul que la protege del mundo, la comida tiritando en una bolsa de plástico, arrugado el rostro que no suplica ser admirado, que solo quiere descansar. 

*

Bajo la lluvia se eleva la cúpula de Saint Paul como un fantasma iluminado, hierático y obeso. Las bocas de metro tragan seres humanos que buscan refugio. Rebosan las cafeterías mientras en los ventanales pequeñas serpientes de agua caen y desaparecen y vuelven a surgir y a desaparecer, en un ciclo que enturbia la imagen de los que se protegen tras el cristal, las dos manos en la taza caliente de té, sonriendo tras el humo. 

Nosotros nos alejamos formando parte de una danza de paraguas. La lluvia oprime al río, ahora turbio y exhausto, acuchillado por un lento transbordador.

Un cielo cárdeno se deslíe en azules abisales y en grises de humo. Un sol apesadumbrado le entrega un brillo tenue a los acristalados edificios de la City, celdas iluminadas y neutras que se elevan ensimismadas, indiferentes, nuevos templos para una religión primitiva.


En Marylebone Station


En Marylebone Station, en un café circular rodeado de mesas (una fotografía cenital mostraría un sol oscuro dibujado por un niño), una mujer de piel granulada y rosa, hinchado su cuerpo bajo un largo vestido negro, los pequeños ojos azules perdidos en un rostro que culmina una papada nerviosa, bebe malhumorada su café doble y hojea The Daily Telegraph con desagrado, auscultando la actualidad que cada día llega hasta la superficie del papel, una actualidad que huele a sangre y a demencia, un olor que se abre paso a través de los gruesos dedos enjoyados, que trepa por la ropa y se mezcla con el perfume nuevo. Pero basta con pasar la pesada hoja donde se agavillan los huesos para que la mujer sonría, segura de no haber visto nada.