La calima, el café y el reciario



Un muro de calima ha secuestrado la calle, los edificios, la ciudad entera y el mar. El cielo es una niebla que permite una luz tamizada, espectral y blancuzca. El calor y la calima nos empujan hacia el café de un centro comercial, urna climatizada envuelta por una nube de polvo sahariano. 

Aquí dentro volvemos a respirar. ¿Será real este día o es un préstamo del sueño?

En el gran aparcamiento crepitan las carrocerías metalizadas, el asfalto quisiera abrir la boca y tomar oxígeno, las sombras que pasan vienen enrojecidas, furiosas, en derrota. Un vértigo común nos lleva, una náusea que nos indica el camino, y la sensación de que la vida es una infinita negligencia. 

Entre los cristales del café sentimos lo contrario, y una esperanza injustificada crece otra vez en mitad del desierto. La madre sudorosa, con su camiseta de lino pegada al cuerpo, distribuye dos zumos en tres vasos, reparte los cubitos de hielo, y los dos hijos beben y ella también: ellos seguros de que el mundo está bien hecho, ella proponiendo una mentira piadosa. Ya tendrán tiempo, piensa, para la desilusión. En una mesa cercana tres obreros comparten un mismo cansancio envejecido, aunque ninguno pase de los cincuenta años. Resoplan, tiran de las servilletas, aquí sí, dice uno, menos mal, suma el otro, no me muevo en media hora, suelta el tercero. Están vivos y se reconocen. Piden cerveza y luego callan. 

Junto a mi mesa un hombre trajeado se quita la chaqueta, desanuda la corbata, desata un par de botones de la camisa azul. A su lado dos compañeras de trabajo rodean con las manos unos vasos de agua con hielo. No muy lejos dos señoras enjoyadas se han propuesto alargar su estancia en la mesa 7 hasta el anochecer. Revisan sus familias en un parloteo paralelo, donde se habla pero no se escucha. No hace falta, lo saben todo. A veces cierran la boca unos segundos para sorber su té helado, pero enseguida vuelven como los papagayos a repetir las palabras aprendidas, más allá de todo significado. 

En la mesa 5 un joven bebe solo su refresco. Grande y atlético, acodado sobre la mesa, semeja un reciario al que pronto llamarán a morir en la arena. Hay una tristeza definitiva en su gesto, una derrota que no puede tardar, una sensación de que todo fue inútil, que no pudo ser distinto. Tal vez un recuerdo feliz atraviesa su memoria, pero es una llama breve que deviene en humo y se disuelve pronto. 

También él se pregunta si será real este día, si la pesadilla no explicaría mejor este café acristalado que nos defiende del mundo. Pero entonces observa su reloj y comprende que ha llegado la hora. Hay órdenes concretas, es un reciario y lo sabe, es su turno: debe luchar para divertir a la plebe y al cónsul. Fuera una niebla de polvo y un sol invisible le esperan. 




Dos notas de un espectro


 Foto: Mariusz Szymaszek

   

Entre el bullicio y la enfermedad crecemos, dispuestos a engañarnos un día más. ¿Dignidad, salario, indemnizaciones? Cómo le gusta a la gente ilusionarse. ¿Una vivienda digna, sanidad gratuita, educación universal, protecciones sociales, democracia? ¿Cómo se atreve usted a pedir eso? 


No hemos comprendido nuestra labor. Somos el servicio, pero no aceptamos la casta en que nacimos. 



Si somos útiles y se nos perdona la vida es para que otros seres humanos puedan vivir encaramados sobre nuestras espaldas.





Recuerdo hoy la Pietà de Buonarroti que me miró una tarde romana, porque a veces uno siente que es la obra la que nos elige entre la multitud. Esta concedía su belleza en lejanía, protegida, mientras un enrojecido vigilante vaticano me apresuraba. 

Como escribió Pasolini, todos sentimos una ausencia de fe, la pérdida de algo que nos levante cada mañana del ataúd del vacío. La religión no puede hoy entregarnos esa fe. Buscamos entonces nepentes para sobrevivir: la vocación, la locura, el dinero, la violencia o el abandono sirven para distraer esa ausencia. 

La Pietà de Buonarroti parece flotar, pero no de esa forma ridícula en que flota la de Perugino. Son dos cuerpos ingrávidos, al fin desposeídos de todo encargo o misión.
Si viera al Ungido y a la Virgen vería muy poco, pero veo a una madre y a su hijo, y sé que sus nombres son cualquier nombre. 

Ella sostiene al hijo muerto, y con él debería absolvernos a todos, pero nosotros que caemos sin evangelio y sin dios, a los que no se les concede una cruz o un mito, sentimos que los pliegues de ese mármol son los que nos absuelven, que ellos son el único milagro. 

Me gusta creer que las manos de esa madre nos amparan, que ella nos comprende y perdona, que a ella no le importa si somos incrédulos, borrachos, cobardes o ladrones, que su regazo es la tierra y pronto nos acogerá



El autodesprecio y el paisaje


Una especie de histeria compulsiva, tan grata para limpiar nuestra imagen de indolencia, permitió la tranquila autodestrucción, el incendio provocado de nuestra casa. “¿Pero por qué quiere usted quemar su casa?”, se habrá preguntado alguien propenso al sentido común. “Para cobrar el seguro”, respondieron los sacerdotes, y el público aplaudió. Durante años las llamas fueron la metáfora de una catarsis colectiva. Después del incendio llegarían los beneficios, se decían. Pero solo llegó la ceniza, que ahora nos quema los ojos. Solo una carcajada podría explicar hoy aquel incendio.

Orgullosos en nuestra depresión histórica, alegres en el autodesprecio, hemos aceptado los lemas más estruendosos y paternalistas, la ganga verbal de los sacerdotes encorbatados, elásticos en la moral, dispuestos a hincharse cada tarde a la hora del sermón.

Estrangulados por un paisaje incivil, con el que nadie se recuerda o se mejora, vagamos hoy por los límites, empujados hacia la valla o el arcén, expulsados de nosotros mismos. 

Hemos recibido trato de esclavos hebreos, y los mesías han sabido alimentar nuestra fe y nos han conducido hacia el desierto. Cada uno tenía su propio Moisés en la cartera. Ahora recorremos una isla que ha sido bendecida por un bosque de cemento. Durante años nos agradó el ritual donde el pan era la carne del obrero, donde el mejor vino, que debería ser sangre, sabía a cal y arena. Pero la ceremonia de la salvación resultó ser un sainete. 

Las respuestas que nos daban desde el púlpito insinuaban milagros que algunos siguen esperando acodados sobre el palenque, remotos en el gesto, rizando una interrogación que va camino de volverse la espiral de una serpiente. 

Somos los protagonistas de un largo halago del fracaso, y solo nos queda la traición o la fuga. 

En una arrogancia propia de la infancia hemos crecido sin antes albergar un solo mito, una sola expresión afortunada de nuestra condición. Sí, hemos sobrevivido, claman nuestros padres, y no parecía fácil conseguirlo hace un siglo, tan pobres éramos. Para sobrevivir hemos impuesto en cada esquina una moral de caciques, un teatro sentimental en honor de la tribu que servía para justificar avaricias y ovacionar majaderías. 

Nuestros sacerdotes eran portadores de un mensaje de bienestar y futuro, tan escaso de autocrítica como obeso de analfabetismo. No una planificación, sino una borrachera eran sus ideales, una ebriedad que carecía de todo, también de premeditación. 

El dinero atrajo a sus obispos, especialistas en medir los sacrificios ajenos, la tensión de la cuerda, el momento exacto en que se debe abandonar la embarcación antes de que empiecen las preguntas desagradables. 

Ahora todo vuelve a ser un juguete: vuelan los techos de uralita, se multiplican las puertas cerradas, el óxido crece en los candados, el viento chilla en las estructuras de los edificios inacabados y África nos llama con voz de sibila. 

Es el día después de la fiesta. La isla se ha vuelto un corredor angosto y el oxígeno escasea. Los oficiantes deben tomar los últimos aviones. Dos petroleros cortan la mejilla del mar. 

Podríamos haber encontrado un espejo, pero elegimos vender nuestro rostro. 



[Publicado en futuro público