No tener nada




No hay que buscar lejos, tampoco hay que buscar nada fenomenal o importante, basta con la casa, con su diminuta realidad. Cualquier objeto sirve como ejemplo de esa sucesión de pérdidas, patologías y decadencias que es la vida. 

Basta una anciana toalla doblada, herida en un extremo, una libreta de tripa amarillenta, cirrótica, ilegible, o la artrosis de las bisagras de la puerta del baño. Basta un poco de curiosidad y todo nos enseña su agrietada naturaleza: la fractura del lápiz que interrumpe un made in Ger(many), el cuello doblado del crisantemo amarillo, las cicatrices en la madera de la silla, la escoliosis de la estantería de falso nogal, que amenaza con desplomarse, las amputaciones de una camiseta irreconocible que devino en trapo, las quemaduras del plafón, las hemorragias de la humedad en los tabiques, la cianosis de la fotografía, el carcinoma de los grifos.

Bajo esta calma sonora corre un insecto invisible que se adentra en cada objeto y lo enferma. Pero escucha un segundo: en este ejército quebradizo y moribundo de la casa, justo antes de la desaparición, se eleva un canto mudo que habla de lo que creímos tener y no era nuestro. 

Nada, ni una sola cosa era nuestra. Todo eran préstamos del azar, limosnas del día.

No importa, es mejor así. No tener nada es todo lo que se puede tener.

Observa esa luz esmaltada que se detiene ahora en la mano suspendida sobre el teclado: pronto te dirá que no, que está cansada y es tarde, y se apagará en silencio, liviana, insignificante. 



 Imagen: Mimmo Jodice

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