Ennio Flaiano comenzó siendo un dudoso crítico de teatro, un humorista tímido y un retratista pirandelliano en los años treinta, pero pronto devino en uno de los mayores escritores satíricos de su país, autor de libros como Un marciano en Roma, El diario de los errores o Diario nocturno. Su escritura, propensa a la sentencia letal, es una fotografía exacta de aquello que preferimos ocultar. La risa que provoca no evita el pobre diagnóstico que nos concede, porque Flaiano supo como pocos detectar los síntomas cotidianos de nuestra delirante psicología.
La primera vez que leí a Flaiano no estaba leyendo, solo veía Fuga en Francia, la película de Mario Soldati con guion suyo, La dolce vita, La strada u Otto e mezzo de Fellini, descubría El verdugo de Berlanga. El segundo encuentro con Flaiano fue la lectura desordenada y gustosa de sus aforismos. Desde ese día no he podido abandonarlo, y cada cierto tiempo recaigo en mi flaianismo, una patología común entre los lectores adictos a la prosa corrosiva.
En los artículos seleccionados en L’occhiale indiscreto, el libro que impulsa estas líneas, no hay formas del rencor o de la crueldad, tampoco del eufemismo o del maquillaje, porque Flaiano sabe vadear las primeras, que son caídas propias del escritor satírico, y siempre huye de las segundas. Entre esos márgenes crece el retrato de su propia cultura observada como quien asiste a un circo de reptiles, a un espectáculo vanidoso, invertebrado y enfático.
Comprende Flaiano que la política era un asunto que los italianos despreciaban, y su desprecio fue tan absoluto que la dejaron en manos de los fascistas. Fue necesaria una guerra mundial para arrancársela.
Sostiene Flaiano que cuando encontramos a alguien que nos quita la razón, cuando vemos al enemigo, lo único que somos capaces de ver es a un idiota. No creemos en la discusión, ni muchos menos en el diálogo, y de esta forma es imposible ver al adversario, intuir la dignidad del rival. No existe el enemigo, porque en nuestro cerebro solo hay idiotas que nos llevan la contraria.
La noche que llegó la noticia de la detención de Mussolini, el país estaba en medio de dos guerras, la mundial y la civil, destruido y esquelético como un perro que rebusca algo que comer en la basura, confundido como una rata que debe elegir entre la trampa y el veneno. No importó nada: un rumor de voces corrió por las calles de Roma y pronto la gente se reunía frente a los cafés a reír y festejar.
Terminada la guerra, en la oscuridad de una sala de cine, el público ve una imagen de Mussolini y ríe. Ríe de sí mismo y ríe bien, asegura Flaiano. Es una risa un tanto desesperada y amarga, pero es también una risa saludable, catártica, porque ayuda a superar tu íntima culpa.
En otro artículo nos cuenta cómo en un mísero pueblito italiano crece la malaria entre los escombros de la posguerra. No hay nada, excepto la enfermedad y el hambre. El nuevo Gobierno ha decidido, como medida urgente, crear nuevas plazas de carabinieri en ese pueblo. ¿No deberían enviar antes las medicinas?, pregunta Flaiano sin esperanza. Quizá cuando llegue la policía no quede nadie a quien detener.
La burocracia policial es infinita en Italia. Al final la víctima se rinde y busca otros caminos para recuperar lo perdido. Así nos encontramos con una escena en la que el ladrón, vestido con la chaqueta robada, se toma un café con su víctima, el propietario de la chaqueta. El ladrón se ablanda y se la devuelve, pero le exige un reembolso: el dinero que le ha costado adaptarla a su talla.
Flaiano examina también a los médicos, que nunca se acusan entre sí. Eso jamás. ¿Negligencia médica? No se equivoque, si alguien tiene la culpa debe ser el muerto.
En los años setenta relata la surrealista llegada al aeropuerto de Fiumicino de un hipotético turista americano. Una huelga de operarios obliga a los pasajeros a utilizar la evacuación de emergencia del avión, que consiste en deslizarse desde la cabina por un tobogán, maleta en mano. A los niños les divierte, a los ancianos no tanto. En el aeropuerto la suciedad no escasea, la luz sí. Los baños no funcionan. Las oficinas de cambio de divisas están cerradas. En el hotel no hay aire acondicionado, pero con las ventanas abiertas se disfruta de un ruidoso cónclave de motoristas.
Si algo le agradezco a Flaiano es que no necesita hablar de sí mismo, que el yo es siempre un nosotros y un cualquiera. La autobiografía no existe aquí, o solo existe disimulada en la cruda radiografía de un país.
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