Leer a Simone Weil es como buscar un refugio oculto en un bosque intrincado. A veces tardas horas y páginas en encontrarlo, pero cuando lo haces nunca sientes que hayas perdido el tiempo, porque en esos refugios del pensamiento que nos cede Weil hay una cordura filosa, una inteligencia que, cuando acierta, se viene con nosotros para siempre.
Quiere la pensadora francesa que no manchemos el mundo con nuestros esfuerzos, que evitemos la insistencia, porque a veces lo único que conseguimos es destruir aquello que amamos, aunque nos agrade creer que mejoramos el mundo. Es su manera de pedirnos que cuidemos la felicidad ajena. Quiere este libro que aprendamos a perdonar, que distraigamos el impulso de venganza, y acaso reconocer ese impulso es el primer paso para evitarlo. Nos recomienda no estar satisfechos de nuestras buenas acciones, porque estarlo, sentir el ridículo orgullo del que cree actuar bien, es una manera de ensuciar lo que hicimos, de convertirlo en comercio o en puro hedonismo. Arguye Weil que necesitamos la conciencia de ser distintos de como creemos ser, porque nadie es como se ve a sí mismo: el espejo es el primer impostor. Todo lo que nos decimos a nosotros mismos es una minuciosa fábula y nuestra memoria un pasaporte falsificado.
Defiende la pensadora francesa que amar la verdad implica soportar el peso del vacío, y no se equivoca. ¿Cuántos, por no aceptar una verdad dolorosa, abandonan su esperanza o su cordura en busca de los mayores espejismos? Quien ama la verdad, escribió el rabí Nachman de Breslau, debe aceptar que no siempre tendrá la razón. Asegura Weil que el apego a lo material es una forma de incomprensión de la realidad, porque lo real es todo menos algo sólido y permanente, y si existe algo que perdura es justo aquello que no podemos tocar ni poseer. El avaro, explica otra página de este volumen, es el ser que mata su tesoro, porque desea acumularlo más que disfrutarlo, porque se priva de aquello que dice amar. En otro apunte nos pregunta si podríamos ver de otra forma, porque hay algo que siempre se interpone entre la mirada y el mundo, y al recorrer esa línea he sentido que se estaba renovando aquella tesis de Montaigne, según la cual el problema no son las cosas, sino las ideas que tenemos sobre las cosas, las ideas que enturbian nuestra mirada.
Uno siente que La gravedad y la gracia es una colección de apuntes que quisieran construir una filosofía del desapego, un evangelio de la renuncia, una nueva visión de Dios, donde a veces Dios mismo no cabe, o al menos no cabe el Dios que promete el catolicismo. El suyo es un pensamiento donde la generosidad es un principio radical y puro, un principio que no admite pactos, una acción con la que no puedes traficar sin desintegrarla.
Su forma de aceptar la contradicción y convertirla en emblema me resulta al mismo tiempo conmovedora y cierta. Me conmueve porque sé que esa contradicción puede destruirnos, pero debo reconocer que hay en esa aceptación de lo contradictorio una fotografía fiel del ser humano.
Sabe Weil que el amor auténtico no exige compensación del ser amado, como no le exigimos a los muertos que nos devuelvan el afecto que les tenemos. El amor, para serlo, solo puede ser un amor que se da y no espera. Nos recomienda en otro apunte que antes de exigir que los otros nos entiendan quizá deberíamos entendernos a nosotros mismos, y esa es una tarea compleja.
Para Simone Weil, y ahí siento la distancia que me separa de su pensamiento, el sufrimiento es un don, una forma de estar completamente en la vida, de no perder nada de cuanto nos concede. El suyo es un antihedonismo que aspira al dolor para entender el mundo, pero nunca defenderé que el dolor pueda ser una vía de conocimiento.
A pesar de su compromiso con las causas sociales, Weil no duda en criticar al marxismo, y a pesar de sentirse una mujer cristiana, su Dios es un Dios heterodoxo, un Dios que lo es todo y donde también caben los ateos. Por eso afirma que si el mundo está totalmente vacío de Dios es porque este mundo es Dios. No debe extrañarnos que los teólogos queden confundidos ante su pensamiento donde la solidaridad, el desapego y el panteísmo forman un mismo cuerpo.
Evita toda bajeza, nos anima, es decir, evita pedirle cosas a un mundo que no existe para darte nada, evita la gravedad. Acércate a la gracia, sin temor y sin esperanza, que es acercarse a la renuncia y a la generosidad, al amor que no exige compensación.
Pienso ahora que la historia del mundo es la historia de una acusación injusta, la acusación de Sócrates, de Juana de Arco, de Jesús de Nazaret, es la historia de un juicio y una condena. Lo importante no es que el juicio fuera injusto, lo importante es saber si hoy no eres tú uno de esos jueces dispuestos a condenar a un inocente, o si mañana serás capaz de defender tus ideales a pesar del destino que te espera.
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