Purple Haze

 


Nada aprecio tanto como a esa gente malvada, puros delincuentes nuestros de cada día, enemigos públicos, hermanos, esa gente que no dice su nombre cuando es generosa, que no levanta la voz para jactarse de su humildad, que le paga un café a un desconocido de ojos desesperados o cede el asiento en el tranvía sin decir una sola palabra, con la sutileza de un bailarín. Amo al que comprende que molesta y no insiste en la pregunta. Amo al que detecta el error ajeno y podría corregirlo, pero sabe que no es el momento, que ahora no sirve de nada la verdad. Es la mujer que te explica cómo llegar a ese lugar que nunca encuentras, ese lugar que no existe pero que buscas cada día. Es el conocido, del que nunca esperaste nada, que te regala por sorpresa un libro que no podías comprar, o aquella noche en que necesitabas compañía y una amiga se bebió un par de ginebras contigo, y eso que no quería, y te hizo reír mientras sonaba Purple Haze de Jimi Hendrix en una covacha en mitad de ningún sitio y soportó tus majaderías como quien te ofrece un salvavidas antes de que cierren la noche.

Este puede ser el peor de los mundos, la pura putrefacción transformada en espectáculo, pero aún veo ese enjambre de milagros cotidianos y de gente que arde porque reconoce su propia debilidad, su pura tontería, aquellos que saben estar en desacuerdo, que se quitan la razón a carcajadas, los que aún sienten que la piel guarda la memoria de los muertos, los que se fumaron su vanidad en las esquinas, tipos que no tienen miedo al ridículo, caterva de desquiciados que no van a ninguna parte, gente como tú, desnortados y ebrios, porque no existe camino ni meta, porque solo deambulamos en mitad de la niebla.


 Imagen: Marie Šechtlová

Enterramientos, placebos y perros callejeros

 


El libro en nuestro país tiene una propensión natural al enterramiento, porque no hay institución que no tenga su colección de libros encerrada en un almacén, bien embalsamada en cajas polvorientas, porque como todos sabemos la literatura no necesita lectores, sino indiferencia y sombra. La pasión por editar es tan aguda como el fervor por convertir esos libros en sarcófagos.

No es difícil ver a un escritor recién premiado, casi orgulloso, cómo te mira con melancolía cuando le preguntas dónde se puede comprar su último libro, porque la pregunta misma es un dislate, una forma de la ignorancia, porque los libros, aunque se editen ya no se venden y aunque se vendan no se leen, y por eso nadie aspira a la más endeble de las críticas. Esos libros, si acaso existen, pasan a formar parte de bibliografías dudosas y de bibliotecas que funcionan como santuarios, reductos donde se acumulan nombres de escritores en peligro de extinción.

Las librerías están invadidas por volúmenes donde la literatura misma es un suceso molesto, una condición que desacredita al negocio, pústulas que deben ser extirpadas para no ofender la inteligencia de los lectores. ¿Cómo se atreve un escritor desconocido a publicar una colección de cuentos o un poemario y pensar que encontrará un lector, que merece un lugar en esa librería? ¿No sería mejor, piensa el ejecutivo de la gran editorial, hacerse famoso primero y que su nombre hueco resuene como un tambor en el gran desfile demente de la actualidad? Mañana le publicaremos un libro, nos dicen, y lo escribirá cualquiera o nadie, qué importa, porque el libro es para ellos una mera sustancia edulcorada, el placebo con el que trafican.

Al otro lado, como perros callejeros, desplazados hacia las afueras y los últimos suburbios, aún quedan unos pocos lectores, últimos enfermos de una casta milenaria. Con ellos encenderemos el fuego.

 

Imagen: Zisis Kardianos