Zahir al-Din Muhammad, más conocido como Babur (que significa “pantera”), nació en 1483, y su procelosa vida superó y aniquiló a su propia leyenda. Escribió muchas páginas a medio camino entre la autobiografía y el diario, que hoy conocemos como Babur-nama, o las Memorias de Babur.
A los doce años Babur ya era rey de Andiján. A los diecisiete, en el año 1500, al frente de su ejército, le arrebató Samarcanda a los uzbekos de Shaybani. Pocos meses después perdió la ciudad y se convirtió en un refugiado. Tres años más tarde, apoyado por un grupo de fieles, se apoderó de Kabul. Veinte años después estaba en el trono del primer imperio mongol de la India. Sus territorios abarcaban desde las montañas de Afganistán hasta las llanuras del Ganges.
Si algún novelista quisiera relatar la vida de Babur debería mentir, pero no para acumular sucesos, sino para eliminarlos. Debería proceder por sobriedad, porque ser fiel a la biografía de Babur convertiría ese libro en un relato inverosímil.
Sus Memorias no son las memorias de un emperador, sino las de un hombre que le habla a cualquier hombre que quiera escucharle. Escritas en turco chagatai, a cinco siglos de su redacción original, esas páginas son ahora uno de los mejores ejemplos de la literatura islámica medieval.
Libro de historia, pero también baúl de confesiones, collar de geografías, manual de astucias y de ironías. ¿De qué nos habla Babur, el emperador? De todo: de las innumerables batallas y del sabor de los melones nashbati que crecen en su tierra natal, de los malos días que pasó como refugiado en las montañas de Uchyar, o del territorio Khojand, donde a finales de otoño las fiebres no perdonan ni a los gorriones.
Leyendo a Babur, como leyendo a Tito Livio, la leyenda y la historia se confunden, también las supersticiones y la experiencia. No sabemos dónde empieza o acaba la verdad, y no nos importa. Quizá porque la verdad no se puede establecer, sólo se puede intuir. Y no hay dos autores, ni dos lectores, que intuyan una misma verdad.
En este libro las distancias no se miden en kilómetros, tampoco en leguas, cuadras o millas. Babur mide en parasangas. Basta esa palabra para sentirnos tan lejos, en el tiempo y en el espacio, que todo lo que diga su autor, aunque pudiera ser cierto, nos resulta siempre legendario e improbable.
La mayor torpeza del libro es que soporta algunas genealogías. Esas fatigosas enumeraciones le sirven al autor para dejarnos claro, entre otras cosas, que desciende por línea materna de Genghis Khan.
Que un libro sea seductor no lo convierte en un libro ejemplar. El Babur-nama no lo es. Parece que en el medievo islámico la paciencia escaseaba tanto como en el cristiano, y este libro está salpicado de cabezas que ruedan a los pies del lector y de locuras que son presentadas como una forma de cordura. Igual que hoy.
Por ejemplo: cuenta Babur que un tal Dervich Gav, por hacer unos “cuantos comentarios inconvenientes”, fue ejecutado, sin que mediara advertencia o juicio.
Muchos hombres poderosos son retratados sin pudor en este libro. Uno de esos hombres tenía la elevada capacidad de ser a la vez tenido por ortodoxo mientras incumplía las leyes religiosas. Según Babur, este hombre nunca olvidaba las cinco oraciones canónicas, aunque llevara varios días bebiendo sin descanso. Me imagino las oraciones. ¿Se imaginan ustedes al actual Arzobispo de Madrid, el señor Rouco Varela, rezando a sus horas, sin faltar a una sola, con una curda de whiskys, catedralicia y purísima? Yo me lo imagino rezando en latín.
Pues de eso también habla Babur, y nunca se ahorra una maldad.
Cuentan estas Memorias que el Sultán Mahmud Mirza era un ser tan depravado, que los hijos imberbes de los ciudadanos no salían nunca a la calle, por temor a que el Sultán abusara de ellos.
La poesía más refinada, los prejuicios más absurdos, los encantamientos, la caza con halcón y las cabezas cortadas son prácticas que habitan este libro; también la sabiduría y la ignorancia, los asedios, los que disfrutan con el dolor ajeno y los guerreros que no conocen el miedo; también la sed de poder, que Babur padeció tanto como aquellos a los que desprecia.
Los libros, cuando sobreviven a su época, terminan convirtiéndose en la única forma de regresar a esa época. Con las Memorias de Babur podemos hacer ese viaje hacia el pasado.
El Babur-nama habla del hombre que reza y mata al mismo tiempo, de parasangas, de padishah, de vicios, de poetas, de lujosos palacios con jardines simétricos y de masacres. Ya sólo es posible volver a ese tiempo a través de sus páginas, pero todo de lo que habla Babur está en cualquier tiempo.
Es un espejismo pensar que aquello que cuenta el Babur-nama no se está repitiendo ahora. Los sables, la corrupción de los poderosos, los crepúsculos de la llanura, los vicios (los recomendables y los repugnantes), los poetas, los palacios y los crímenes aún siguen aquí. Las banderas han cambiado, pero el humo con que arden es el mismo. Las Memorias de Babur nos recuerdan que todo se está repitiendo, como en un sueño a la vez hermoso y atroz.
A los doce años Babur ya era rey de Andiján. A los diecisiete, en el año 1500, al frente de su ejército, le arrebató Samarcanda a los uzbekos de Shaybani. Pocos meses después perdió la ciudad y se convirtió en un refugiado. Tres años más tarde, apoyado por un grupo de fieles, se apoderó de Kabul. Veinte años después estaba en el trono del primer imperio mongol de la India. Sus territorios abarcaban desde las montañas de Afganistán hasta las llanuras del Ganges.
Si algún novelista quisiera relatar la vida de Babur debería mentir, pero no para acumular sucesos, sino para eliminarlos. Debería proceder por sobriedad, porque ser fiel a la biografía de Babur convertiría ese libro en un relato inverosímil.
Sus Memorias no son las memorias de un emperador, sino las de un hombre que le habla a cualquier hombre que quiera escucharle. Escritas en turco chagatai, a cinco siglos de su redacción original, esas páginas son ahora uno de los mejores ejemplos de la literatura islámica medieval.
Libro de historia, pero también baúl de confesiones, collar de geografías, manual de astucias y de ironías. ¿De qué nos habla Babur, el emperador? De todo: de las innumerables batallas y del sabor de los melones nashbati que crecen en su tierra natal, de los malos días que pasó como refugiado en las montañas de Uchyar, o del territorio Khojand, donde a finales de otoño las fiebres no perdonan ni a los gorriones.
Leyendo a Babur, como leyendo a Tito Livio, la leyenda y la historia se confunden, también las supersticiones y la experiencia. No sabemos dónde empieza o acaba la verdad, y no nos importa. Quizá porque la verdad no se puede establecer, sólo se puede intuir. Y no hay dos autores, ni dos lectores, que intuyan una misma verdad.
En este libro las distancias no se miden en kilómetros, tampoco en leguas, cuadras o millas. Babur mide en parasangas. Basta esa palabra para sentirnos tan lejos, en el tiempo y en el espacio, que todo lo que diga su autor, aunque pudiera ser cierto, nos resulta siempre legendario e improbable.
La mayor torpeza del libro es que soporta algunas genealogías. Esas fatigosas enumeraciones le sirven al autor para dejarnos claro, entre otras cosas, que desciende por línea materna de Genghis Khan.
Que un libro sea seductor no lo convierte en un libro ejemplar. El Babur-nama no lo es. Parece que en el medievo islámico la paciencia escaseaba tanto como en el cristiano, y este libro está salpicado de cabezas que ruedan a los pies del lector y de locuras que son presentadas como una forma de cordura. Igual que hoy.
Por ejemplo: cuenta Babur que un tal Dervich Gav, por hacer unos “cuantos comentarios inconvenientes”, fue ejecutado, sin que mediara advertencia o juicio.
Muchos hombres poderosos son retratados sin pudor en este libro. Uno de esos hombres tenía la elevada capacidad de ser a la vez tenido por ortodoxo mientras incumplía las leyes religiosas. Según Babur, este hombre nunca olvidaba las cinco oraciones canónicas, aunque llevara varios días bebiendo sin descanso. Me imagino las oraciones. ¿Se imaginan ustedes al actual Arzobispo de Madrid, el señor Rouco Varela, rezando a sus horas, sin faltar a una sola, con una curda de whiskys, catedralicia y purísima? Yo me lo imagino rezando en latín.
Pues de eso también habla Babur, y nunca se ahorra una maldad.
Cuentan estas Memorias que el Sultán Mahmud Mirza era un ser tan depravado, que los hijos imberbes de los ciudadanos no salían nunca a la calle, por temor a que el Sultán abusara de ellos.
La poesía más refinada, los prejuicios más absurdos, los encantamientos, la caza con halcón y las cabezas cortadas son prácticas que habitan este libro; también la sabiduría y la ignorancia, los asedios, los que disfrutan con el dolor ajeno y los guerreros que no conocen el miedo; también la sed de poder, que Babur padeció tanto como aquellos a los que desprecia.
Los libros, cuando sobreviven a su época, terminan convirtiéndose en la única forma de regresar a esa época. Con las Memorias de Babur podemos hacer ese viaje hacia el pasado.
El Babur-nama habla del hombre que reza y mata al mismo tiempo, de parasangas, de padishah, de vicios, de poetas, de lujosos palacios con jardines simétricos y de masacres. Ya sólo es posible volver a ese tiempo a través de sus páginas, pero todo de lo que habla Babur está en cualquier tiempo.
Es un espejismo pensar que aquello que cuenta el Babur-nama no se está repitiendo ahora. Los sables, la corrupción de los poderosos, los crepúsculos de la llanura, los vicios (los recomendables y los repugnantes), los poetas, los palacios y los crímenes aún siguen aquí. Las banderas han cambiado, pero el humo con que arden es el mismo. Las Memorias de Babur nos recuerdan que todo se está repitiendo, como en un sueño a la vez hermoso y atroz.
Adjudicado. Lo acabo de encontrar en una edición de Galaxia Gutenberg. Como ya te he dicho alguna vez, me encantan estas lecturas que haces, consigues transmitir.
ResponderEliminarUn saludo.
GRacias por el viaje. Es verdad que tiens ese poder de transmitir tus lecturas,como dice Sergio, con esa pasión. Y sin dejar la crítica, el humor... Muy bueno.
ResponderEliminarSaludos