Se fueron sin despedirse, como los héroes, mis atormentados y ruidosos vecinos, y ahora no tengo nadie de quien quejarme. Antes todo estaba claro, existía un orden preciso, una matemática vital: si mis vecinos convertían su casa en discoteca o en campo de batalla, yo escapaba con mis bártulos a una biblioteca, a un parque o a la casa de un amigo desconcertado, que no comprendía mi afición a leer en su sofá.
Antes había tardes en que mi suelo temblaba con un ritmo diabólico, y la tranquilidad era un fantasma caprichoso que se disolvía justo en el instante en que la estruendosa música vecinal ocupaba mi apartamento.
Antes soñaba con Naipaul, con su casa a prueba de ruidos, con sus habitaciones insonorizadas.
Eran gente de fiar mis vecinos, animales sistemáticos: apenas dos o tres detenciones al año, media docena de discusiones a gritos cada mes, una fiesta y una pelea por semana.
Tenían costumbres felices. Vivían a medio camino entre su casa y la escalera del edificio, optando siempre por esta última en caso de duda. En la escalera trabaron amistades, menudearon sustancias, almorzaron, hicieron el amor y se partieron la cara. Nunca entendí su entusiasmo, pero hoy comprendo que es en la escalera donde está la vida, y que los demás sobrevivimos enclaustrados, esclavos de la biblioteca y de sus pasillos y espejismos.
Ahora que se han ido comprendo que eran ellos las víctimas, porque soportaron sin queja mi insufrible silencio.
Nada será igual, lo sé. Salgo a la terraza esta noche y este lugar se parece a lo que fue siempre, una urbanización de las afueras de Santa Cruz, fea, pacífica y mortecina. Desde aquí el mar y el cielo son una piedra oscura que sólo desmienten las luces de algunos barcos fondeados.
Pero hay días en que escucho un lejano zumbido, un retemblar de altavoces que se acerca, y pienso que son ellos, que vuelven para tomar posesión de su escalera, y entonces recuerdo otra vez aquella vida, como si aún no hubiera despertado de la pesadilla.
No somos impasiles, y así, cuando algo nos afecta, nos empeñamos tanto en imponer nuestras razones que, con engreido orgullo, terminemos cerrando las puertas de una realidad siempre poliédrica.
ResponderEliminarTodo para que al final, como a menudo suele suceder, acabemos reconociendo que nunca apreciarás verdaderamente algo hasta que lo pierdas.
Estupendo apunte, querido Bruno, que me ha hecho reír y meditar. Como siempre, logras con esa visión de mundo al revés trastocar nuestra mirada sobre el mundo. Me he sentido identificado con tu texto. En mi caso se trata de un patio vecinal en el que unos vecinos paraguayos suelen acampar desde primera hora de la tarde hasta que anochece mientras sus retoños juguetean sin contemplaciones. El único consuelo es que alternan el español con el guaraní, que es una lengua dulce y musical aunque completamente incomprensible.
ResponderEliminar