El hambre de Pulcinella




En Villa Pamphili se encuentra la Casa dei Teatri donde veo una exposición sobre el Pulcinella, y en concreto sobre la recreación de este personaje hecha por el ilustrador Emanuele Luzzati. Asegura Nicola Fano que Pulcinella es el diablo, pero que los pulcinellas de Luzzati son los menos diabólicos que existen. Es cierto y es una pena, y quizá por eso estos dibujos que no me desagradan tampoco alcanzan a conmoverme. En la figura contrahecha del Pulcinella yo veo algo más humano, algo contradictorio y feroz, vívido y amargo.

La máscara nació en el siglo XVI bajo las malolientes lámparas de la Comedia del Arte, y aunque desde esa época no ha dejado de subirse a los escenarios y de pasearse por las calles, su verdadero éxito lo conoció en Nápoles y en el siglo dieciocho. Allí aún se le venera. 


Tras la máscara de Pulcinella uno se podía reír de los nobles y los reyes, de los dioses y de su sombra, de la familia y del matrimonio, del potentado y del sabio, esas burlas que tanto nos ha gustado prohibir y que a mí me parecen tan recomendables.

El Pulcinella es un siervo que quiere dejar de serlo, que no acepta su condición, y mientras se muere de hambre rebusca en el ingenio y en las bolsas ajenas cómo saciarla. 

El Pulcinella se hace el tonto por necesidad, y esa máscara es su único privilegio. Con ella puede soñar con pasar menos frío alguna noche, con comer algo más que pan y salir de pobre algún día. Son sueños, esos harapos de la mente que nos ponemos para seguir en pie. 

Pulcinella es el diablo y no es posible encontrar en él a un hombre bueno. Quizá si estuviera en otra situación, en otro lugar, si hubiera nacido en otra familia y educado de otra forma, sería bueno, pero donde le encajó el azar es imposible. 

La santidad no le interesa al Pulcinella, tampoco los enjuagues estoicos o el justo medio aristotélico. Pulcinella es un heredero de Baco, y aunque miserable, busca su cortejo, sus ménades y su botella. 

De monumental nariz, jorobado, barrigudo y feo, hace reír sin abrir la boca y cuando la abre no es para decir poemas. Sólo busca comida y dinero, y conoce todas las trampas y los juegos para conseguirlos, aunque salga siempre apaleado. Vive al cabo de la calle cuando tú estás llegando, nada se lo calla y sus golpes le cuesta. Charlatán, bufón y sacrílego, a veces niño, anciano a ratos y hambriento siempre. Hambriento de comida, de placer y de libertad. 

Despreciado por todos busca en la fullería, el embuste y el señuelo una dignidad que no le dieron los dioses. Su sonrisa es una de las más amargas que conozco. 


3 comentarios:

  1. El texto me ha gustado y me ha interesado mucho. Me alegro de esta oportunidad que tienes, Bruno, de pasar en Roma unos meses. Enhorabuena y gracias por tus notas romanas.

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  2. Gracias a ti por la generosa visita, Iván.
    Un saludo.

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  3. Chiao Bruni, he vuelto a poner tu blog entre mis favoritos para así poder visitarte desde aquí. Gracias por contagiarme por ese deseo de redescubrir Roma. Besos.

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