El vendedor ambulante de paraguas es en Roma un oficio consolidado. Decenas de vendedores toman las esquinas y plazas al contacto con el agua. Parece que nacieran de los sampietrinis, tan rápido es su despliegue.
El suyo es el oficio de la espera y la atención. En las nubes van poniendo sus ensueños y futuros, que deben ir llenos de tormentas, aguaceros y temporales. Los imagino vigilando cielos, acechando chubascos, desvelándose con un murmullo de gárgolas.
Hoy el cielo jugó con ellos: todo el día amenazó lluvia, pero sólo dejó calderillas de llovizna, goteos de una nube esquelética.
Ellos habían salido a la calle a la primera gota, pero luego, sin lluvia a la que acogerse, no sabían si seguir esperando ocultos o insistir en la venta. Por primera vez les vi dudar, colgando dos manojos de paraguas de cada mano, preguntándose en silencio por qué tampoco la lluvia cree en ellos.
El día que partí de Roma llovía, y ahí estaban los vendedores de paraguas en cualquier esquina o plaza ofreciéndolos, yo no compré ninguno. Aquel día no existía paraguas que parara la lluvía que caía en mi interior.
ResponderEliminarBesos Sandy.