No es el mejor poema de Claudio Rodríguez, pero no le hace falta serlo para que encontremos en esa página el motivo, acaso inevitable, de toda literatura. El poema es “Lo que no se marchita” y pertenece a un libro que podría haber sido publicado ayer, El vuelo de la celebración (1976), un libro donde lo que se celebra es la realidad a pesar de la historia, a pesar de la podredumbre.
Ve el poeta a un corro de niños y entiende que si hay una casa de la que no se debe salir es esa. De alguna forma esos niños, sin decir nada, le acusan, porque quien descubre el mundo sabe más del mundo que quien viene de vuelta y hace muecas y da lecciones de humo.
Luego se detiene en una niña y escribe:
Contemplo ahora a la niña más pequeña:
la que pone su infancia
bajo la leña.
Hay que salvarla. Canta y baila torpemente
y hay que salvarla.
Esa delicadeza que hay en su torpeza
hay que salvarla.
No es el poeta el que ofrece, sino el que pide. No es el escritor el que da sino el que recibe, y debe entender lo que recibe y devolverlo. Por eso Claudio Rodríguez ve en el corro de niños a los maestros y en él, en su madurez, al aprendiz.
Hay que salvar al que pasa, al que trabaja y muere a nuestro lado, a los que juegan o callan, porque la literatura es vida o es nada. Si no se escribe para salvar algo del fraude del tiempo nada se escribe.
Y cuántas veces, sin merecimiento,
estoy junto a este corro, junto a esta
cúpula,
junto a los niños que no tienen sombra.
Las casas más dignas son las arruinadas, porque en ellas nada miente, nada se maquilla, justo allí donde cuelgan unos cables de la fachada, donde se acumula la tierra en el alféizar y el número sobre la puerta palidece y tose.
Dos gatos rondan una bandeja de carne bajo un coche, protectores de un banquete de caducidades y sobras. Los cristales rotos de una ventana amagan un grito. La calle desciende estrecha, baja, desacompasada. El balbuceo de un televisor crece y se apaga junto al zumbido de una mosca.
Se diría que está todo recién muerto, dispuesto para ser derribado, para empezar de nuevo.
Llego entonces a una plaza y en la plaza hay unas canchas donde juegan unos adolescentes y en su juego, en su espontánea forma de no rendirse, de creer en esta demencia, debe habitar una resistencia.
No les importa a estos adolescentes estar fuera del mundo. Y el dolor o la injusticia les llueve encima mientras corren, y nada les detiene. Son ellos lo que hablan, ellos los que enseñan. Solo hay que acercarse y escuchar.
Todo es nuevo para el que lo ve nuevo. Afortunadamente la vejez del mundo resbala por la conciencia de los más jóvenes. "Esa delicadeza que hay en su torpeza/ hay que salvarla". Ver eso, sentirlo y saber contarlo así, sin estridencias, es salvarlo un poco. Es ser poeta.
ResponderEliminarMe ha gustado mucho la entrada.
Claudio Rodríguez, uno de mis poetas españoles favoritos de cualquier época. En mi cabeza siempre resuena otro poema suyo, "Como el son de las hojas del álamo", entre tantos otros: "El dolor verdadero no hace ruido..." Bello texto, Bruno, como siempre.
ResponderEliminarGracias por vuestros comentarios, Olga e Iván. Claudio Rodríguez, esa alegría suya que nace del dolor, como quien va mal vestido pero sonriente, sigue nueva.
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