No hay seguridad
alguna sobre la realidad que nos rodea, dice una página, y a pesar de eso el
camarero es firme, no duda nunca, y sostiene el universo en su bandeja. Su
coreografía es también una mecánica. El mundo externo, dirá el buen lector de
Hume, no puede ser deducido, es solo una percepción, un hábito asociativo, una enfermedad del ser humano. Por eso el
que mira no puede ver, o aún peor, solo ve un vodevil, un retablo de monigotes pintarrajeados
y algunos fenómenos que solo nuestra animalidad sabe explicar.
Quien observa esta
calle atravesada por hilos de conversación, este café que anuncia su olvido,
este sol de tarde que muerde las curvas metalizadas de los coches, quien
observa hoy, ahora mismo, no ve mucho más que aquellos niños que, una noche de
otoño de hace tres siglos, observaban los asombrosos dibujos de la linterna mágica
en un pueblo de Francia o de Alemania, los lujuriosos demonios, los licántropos,
las serpientes de cabeza humana, la sonrisa petrificada de las calaveras, en
fin, las dulces fantasmagorías de Robertson. ¿Qué otra cosa es la realidad más
que esta alucinación antigua?
Y al final de todas
las realidades, como un muñeco incomprensible, ese ser que lleva nuestro nombre, esas
ideas que nunca nos cansamos de proteger, ese tipo insoportable que ridículamente
quiere tener razón, esa sombra a la que defendemos de sus propias incoherencias
y majaderías. No hay mayor desconocido que nosotros mismos.
Como alguien que ya
no está, ves tu reflejo en el cristal de la ventana del café, un reflejo que se
hunde lento, que desaparece amortiguado, inerte, como si entre la realidad y
quien la piensa hubiera siempre una tormenta de arena perpetua.
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