Cuanto me hace sufrir es algo que le añadí a la vida y que no estaba de ninguna forma en la vida, algo que no le pertenece y sin lo que podría vivir. Aunque quizá la vida, eliminado todo eso, sería solo algo que recuerda a la vida, porque mi experiencia de lo vivido está unida a esa carencia, a esa agonía enfermiza.
Al añadirle deseos y sueños la vida se ha convertido en una serie de diminutas alegrías, de instantes de placer, pero también de extenuantes viajes hacia el sufrimiento, de caídas o torturas íntimas, de los círculos absurdos del pensamiento depresivo, de las cicatrices que dibuja el dolor, como si acaso el dolor estuviera elaborando un minucioso mapa de mis errores. Sería preferible buscar algo sin creer en lo que se busca, desear sin fe, trabajar sin esperanza, solo con la alegría de los gestos mínimos, con la pura consolación de los actos que se justifican por sí solos. Eliminar toda expectativa. No esperar nada del otro. Debería acostumbrarme a perder como el ciclista del cuento de Marcel Aymé, ese ciclista que siempre llega el último, pero que nunca pierde su vocación. Walcott lo llamaba la gracia del esfuerzo, allí donde la acción es superior a su resultado.
Vivir sin fanfarronería y sin tristeza, sin otra fe que la práctica de unas pocas obsesiones, con la ligereza del que cae sin remedio en su propio vicio una y otra vez. En el amor también nos acostumbramos a movernos entre los extremos de la alegría y el abismo. Quizá para aliviar esos golpes, para evitar esa hiperestesia, nos conviene recordar que el amor es una invención de nuestra soledad, una elaboración del egoísmo, ese egoísmo que suplica ser querido, que requiere admiración y orgullo, y al que deberíamos mantener alejado como a un monstruo. El amor es una patología de la conciencia, y la forma de evitar esa patología es confiar en un amor que no espera nada, libre de reciprocidad, sentado a un lado del camino, como quien observa y entiende cuanto sucede.
Me encanta. Muy fino, como siempre. Abrazo.
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