Gente de las pusztas
Gyula Illyés
Minúscula
Gyula Illyés
Minúscula
En la ribera occidental del Danubio una puszta no es una de esas praderas que no abarca la mirada, no es la estepa semidesértica de las enciclopedias, ni la mítica llanura que cantó Sándor Petófi. Allí la puszta es una aglomeración de pequeñas construcciones donde está la casa de los criados, los establos y las cocheras, también el almacén y el granero. La costumbre es que las pusztas se encuentren en mitad de una inmensa finca. En esas pusztas podían vivir más de doscientas familias.
La condiciones de vida que describe Illyés en este libro, publicado en 1936, merecen unas líneas. Por ley sólo podía vivir una familia por habitación, y por cada dos habitaciones se exigía una cocina compartida. "En muchos lugares le ley incluso se cumple", escribe Illyés. A veces la casa no tiene chimenea, y el humo sale por la puerta de la cocina compartida. A veces hay más de una familia por habitación. Cada familia está compuesta por una media de siete miembros. A veces, con mucha suerte, son seis. Illyés sabe de lo que habla: él nació en una puszta de la ribera occidental del Danubio.
Para el autor los trabajadores de las pusztas no son tanto una clase social como una casta excluida, una forma de estar en el mundo. Esas comunidades eran como islas en mitad del cotinente, islas que sobrevivían en un medievo a la vez infame y asombroso.
Esta acumulación de padecimientos puede llevar a engaño: este libro es todo menos un ejercicio de patetismo. Illyés no quiere describir una apología, sino ofrecer un retrato, un recuerdo y un aviso. Para conseguirlo no evita las críticas y la socarronería, y describe a los habitantes de las pusztas como gente sin rebeldía, resignada al servilismo durantes siglos, sosteniendo a un Estado y a un señor que les oprimen y que se aprovechan de su ignorancia.
Más allá de la miseria y de la esclavitud, lo que nos entrega Illyés es la historia sentimental de un niño de las pusztas, y a través de ese relato íntimo consigue edificar la historia de una Hungría desconocida, la de los braceros y los señores feudales, la del pequeño propietario que mira por encima del hombro al porquero, la del hijo de la familia más humilde que se abre paso hasta ser un respetable juez en la capital, y un día vuelve a casa y su familia lo trata como a un ser superior, como tocado por una luz que ellos no alcanzan a descifrar.
Nos entrega también el asombro del niño, la fabulosa enumeración de los prodigios que esconde el mundo cuando se tienen siete años. Esos prodigios los traduce el escritor a una prosa cuidada y límpida, llena de detalles sutiles en mitad de la brutalidad, que a veces recuerdan a Pamuk, otras al Amos Oz de Una historia de amor y oscuridad, y en alguna ocasión al Naipaul de Miguel Street. En este libro hay maizales que parecen bosques, libros comprados a vendedores ambulantes y que graban sus versos para siempre en la mente de un niño, increíbles leyendas familiares, periódicos del tamaño de sábanas y pastores que duermen de pie, sólo apoyados en sus bastones. Libro de prodigios, pero de prodigios que sólo puede fabricar la realidad.
El más sabroso de los talentos del húngaro es su ironía malvada, como el chaval deslenguado que se atreve a decir en la cena lo que otros no dicen ni en el tabuco de sus conciencias. Es ironía de paso corto, que no quiere llegar a ser crítica, pero que salpica este libro y alivia las páginas más sombrías.
Como una sociografía literaria define a esta obra Dóra Bacuz. No miente, pero se queda corta en la definición. Este libro es también una autobiografía y un ensayo etnográfico, la historia de una familia de las pusztas y un ejercicio de crítica histórica. Todos esos géneros podrían ser contradictorios encerrados en un mismo volumen, pero Gyula Illyés consigue que no lo sean.
De todos los libros que contiene este libro, el más perdurable en la memoria de sus lectores es la historia de la familia del autor, que a su vez es reflejo de la historia de esa familia mayor que es la puszta, donde una extraña solidaridad en la miseria une a todos sus miembros.
La narrativa húngara no ha tenido mala suerte editorial en nuestro país. Podemos leer a Sándor Márai, Imre Kertész, Adám Bodor, György Konrád o Péter Esterházy. También La calma de Attila Bartis, con su sobredosis de violencia y su prosa descarada.
lllyés es también poeta, autor de uno de los poemas más conocidos en Hungría, "Una frase sobre la tiranía". Lo publicó en 1956, en plena revolución contra el régimen estalinista; unos pocos días más tarde los tanques soviéticos invadían el país.
El feliz traductor de estas páginas, Adan Kovacsics, debería insistir en la obra de Illyés.
La condiciones de vida que describe Illyés en este libro, publicado en 1936, merecen unas líneas. Por ley sólo podía vivir una familia por habitación, y por cada dos habitaciones se exigía una cocina compartida. "En muchos lugares le ley incluso se cumple", escribe Illyés. A veces la casa no tiene chimenea, y el humo sale por la puerta de la cocina compartida. A veces hay más de una familia por habitación. Cada familia está compuesta por una media de siete miembros. A veces, con mucha suerte, son seis. Illyés sabe de lo que habla: él nació en una puszta de la ribera occidental del Danubio.
Para el autor los trabajadores de las pusztas no son tanto una clase social como una casta excluida, una forma de estar en el mundo. Esas comunidades eran como islas en mitad del cotinente, islas que sobrevivían en un medievo a la vez infame y asombroso.
Esta acumulación de padecimientos puede llevar a engaño: este libro es todo menos un ejercicio de patetismo. Illyés no quiere describir una apología, sino ofrecer un retrato, un recuerdo y un aviso. Para conseguirlo no evita las críticas y la socarronería, y describe a los habitantes de las pusztas como gente sin rebeldía, resignada al servilismo durantes siglos, sosteniendo a un Estado y a un señor que les oprimen y que se aprovechan de su ignorancia.
Más allá de la miseria y de la esclavitud, lo que nos entrega Illyés es la historia sentimental de un niño de las pusztas, y a través de ese relato íntimo consigue edificar la historia de una Hungría desconocida, la de los braceros y los señores feudales, la del pequeño propietario que mira por encima del hombro al porquero, la del hijo de la familia más humilde que se abre paso hasta ser un respetable juez en la capital, y un día vuelve a casa y su familia lo trata como a un ser superior, como tocado por una luz que ellos no alcanzan a descifrar.
Nos entrega también el asombro del niño, la fabulosa enumeración de los prodigios que esconde el mundo cuando se tienen siete años. Esos prodigios los traduce el escritor a una prosa cuidada y límpida, llena de detalles sutiles en mitad de la brutalidad, que a veces recuerdan a Pamuk, otras al Amos Oz de Una historia de amor y oscuridad, y en alguna ocasión al Naipaul de Miguel Street. En este libro hay maizales que parecen bosques, libros comprados a vendedores ambulantes y que graban sus versos para siempre en la mente de un niño, increíbles leyendas familiares, periódicos del tamaño de sábanas y pastores que duermen de pie, sólo apoyados en sus bastones. Libro de prodigios, pero de prodigios que sólo puede fabricar la realidad.
El más sabroso de los talentos del húngaro es su ironía malvada, como el chaval deslenguado que se atreve a decir en la cena lo que otros no dicen ni en el tabuco de sus conciencias. Es ironía de paso corto, que no quiere llegar a ser crítica, pero que salpica este libro y alivia las páginas más sombrías.
Como una sociografía literaria define a esta obra Dóra Bacuz. No miente, pero se queda corta en la definición. Este libro es también una autobiografía y un ensayo etnográfico, la historia de una familia de las pusztas y un ejercicio de crítica histórica. Todos esos géneros podrían ser contradictorios encerrados en un mismo volumen, pero Gyula Illyés consigue que no lo sean.
De todos los libros que contiene este libro, el más perdurable en la memoria de sus lectores es la historia de la familia del autor, que a su vez es reflejo de la historia de esa familia mayor que es la puszta, donde una extraña solidaridad en la miseria une a todos sus miembros.
La narrativa húngara no ha tenido mala suerte editorial en nuestro país. Podemos leer a Sándor Márai, Imre Kertész, Adám Bodor, György Konrád o Péter Esterházy. También La calma de Attila Bartis, con su sobredosis de violencia y su prosa descarada.
lllyés es también poeta, autor de uno de los poemas más conocidos en Hungría, "Una frase sobre la tiranía". Lo publicó en 1956, en plena revolución contra el régimen estalinista; unos pocos días más tarde los tanques soviéticos invadían el país.
El feliz traductor de estas páginas, Adan Kovacsics, debería insistir en la obra de Illyés.
En mi opinión, Imre Kertész es muchísimo mejor que infinidad de escritores. Es el mejor escritor vivo de la actualidad.
ResponderEliminarKertész me parece un magnífico escritor, pero no el mejor. No creo que sea muy serio hablar de "el mejor" en literatura.
ResponderEliminarPodemos decir de él que nos mostró el horror de Auschwitz eligiendo recordar los actos de nobleza y de bondad humanas que allí vio. Eligió la luz. Kertész escribe para celebrar la vida, y eso implica mostrar a veces la ciénaga.
Gracias por la visita, Magda.
Al final he querido concluir las entradas,un acto más de fe que de tener tiempo y he apuntado algunas recomendaciones.
ResponderEliminarHasta la vuelta,espero que remita la fiebre!