El relato inicial del libro, centrado en su abuela y sus historias de espíritus, explica sin error cómo el realismo de Stasiuk incluye todo cuanto la realidad permite, también las visiones en las que confían los otros, sus intuiciones y ensueños y prejuicios, también la fe que él no comparte. Su labor no es maquillar o mejorar el mundo, sino entregarnos su asombro, dibujar una cartografía donde la vida pueda seguir más allá de sí misma.
El segundo texto gravita la figura Augustyn, la admiración que le profesa el autor, su derrame cerebral, la convalecencia, los geriátricos, y cómo su carácter libertario se abre paso entre las ruinas del cuerpo, cómo antes de morir sigue siendo él, aunque solo lo sea muy levemente. Más que un retrato es un homenaje, y dentro de ese homenaje hay escondida una poética, porque Augustyn escribía como Stasiuk soñaba escribir de joven, porque en su prosa se daba esa calidez poética que nunca desmiente lo real, los detalles en apariencia menores que van creciendo hacia el símbolo, la distancia que sirve a la mirada, las serpentinas irónicas y las calles del pensamiento, y esa naturalidad cadenciosa y viva que nos reconcilia con las palabras.
“La perra” es una elegía y una fotografía del animal con el que ha compartido el narrador dieciséis años, de su fuerza y su inteligencia, ahora perdidas por completo, detenidas en un cuerpo que apenas se sostiene en pie, en el temblor de las piernas, en la perplejidad muda de unos ojos ciegos. El mundo es de los otros, y Stasiuk comprende que su hora también está cerca, que esa decadencia pronto será la suya, que nada lo separa de ese animal.
“Grochów”, el relato central del libro, es la despedida del amigo con el que viajó por Europa, aquel con el que compartió lo mejor de la vida, la justificación misma de su literatura, y es a la vez el retrato de un hombre enfermo que se niega a caer. Los dos comparten el origen, las calles grises y sucias de Grochów, en el oeste deprimido de Varsovia, bajo el totalitarismo, en los años setenta y ochenta, cuando ellos solo pensaban en huir, en viajar lo más lejos posible, en ser como perros salvajes, sin otro destino que no detenerse nunca. Volvemos a los trenes a los que subían para llegar a cualquier lugar, las horas perdidas, que fueron las únicas que ganaron, las tierras asombrosas y lamentables que se les concedieron en su vagabundeo. ¿Acaso no es la literatura de Stasiuk una constante escapada, una fuga sin meta, un inmenso retrato en movimiento de la naturaleza humana? Aquí nos recuerda que esos viajes fueron siempre en compañía, y que ahora su amigo se está deshaciendo, que su cuerpo es cada vez menos su cuerpo, que apenas pueden mantener una conversación. Los dos se resisten a caer, los dos permanecen unidos, y a la vez la muerte recorre los huesos de su amigo y le recuerda a cada instante que ha llegado la hora. ¿Dónde quedó todo lo que vivimos, se pregunta Stasiuk, a dónde fueron aquellos días en los que el mediodía temblaba en nuestras manos como un pájaro?
No hay respuesta. No puede haberla. Al menos nos quedan estas páginas inolvidables que levantan un epitafio por los ausentes, memoria del dudoso sueño de la luz. A todas las formas de la caída que retrata Stasiuk se les ha otorgado una minuciosa poesía, arraigada, cruda, estremecida ante lo humano, crítica con una sociedad incomprensible, delicada ante esa debilidad que a todos nos espera.
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