Durante un segundo, en mitad de una tarde de agosto, el tiempo cesó.
Un silencio sin viento y una luz metálica estaban en el aire y podían ser respirados. Nos acostamos con una idea en la cabeza –el argumento de un relato que no avanza, de una historia circular y reseca–, una idea que da vueltas en el suelo como una mosca moribunda, hasta que se detiene y se vuelve cosa, hasta que se disuelve.
Fuera acecha el sol como un jaguar hambriento, y de él nos protegen, como una celda ilusoria, los barrotes horizontales de la persiana.
Durante unos minutos se nos concede la nada. Es un regalo que no comprendemos, ni siquiera sabemos si es un regalo.
Pero la nada quizá sea el mayor acontecimiento al que puede aspirar un ser humano, porque esa conciencia de la nada implica estar vivos y a la vez estar libres, aunque sólo sea por unos minutos, de los deseos y vértigos de la vida, libres del hambre, de la sed y del miedo.
La nada que me entrega esta tarde de agosto es un regalo que no puedo corresponder. Durante unos minutos me vuelvo lo que veo y lo que respiro, y no hay temor ni alegría en ese silencio, sólo una absolución.
Una absolución que ningún juez ha dictado, pero que todas las cosas anuncian.
Un silencio sin viento y una luz metálica estaban en el aire y podían ser respirados. Nos acostamos con una idea en la cabeza –el argumento de un relato que no avanza, de una historia circular y reseca–, una idea que da vueltas en el suelo como una mosca moribunda, hasta que se detiene y se vuelve cosa, hasta que se disuelve.
Fuera acecha el sol como un jaguar hambriento, y de él nos protegen, como una celda ilusoria, los barrotes horizontales de la persiana.
Durante unos minutos se nos concede la nada. Es un regalo que no comprendemos, ni siquiera sabemos si es un regalo.
Pero la nada quizá sea el mayor acontecimiento al que puede aspirar un ser humano, porque esa conciencia de la nada implica estar vivos y a la vez estar libres, aunque sólo sea por unos minutos, de los deseos y vértigos de la vida, libres del hambre, de la sed y del miedo.
La nada que me entrega esta tarde de agosto es un regalo que no puedo corresponder. Durante unos minutos me vuelvo lo que veo y lo que respiro, y no hay temor ni alegría en ese silencio, sólo una absolución.
Una absolución que ningún juez ha dictado, pero que todas las cosas anuncian.
Bruno, me ha gustado mucho esta entrada en tu diario. He pensado y escrito muchas veces sobre la nada, pero nunca había acertado a decir y escribirlo así de simple y así de hondo. Saludos desde El Hierro.
ResponderEliminarMe preguntaba Bruno¿cuántos hombres libres deben de quedar en la Tierra?quizá alguna tribu rezagada que obedece sólo a sus instintos más básicos o algún ermitaño meditando dentro de su gruta,qué sé yo.A veces el silencio acompañado o no de luz aunque sea mortecina,nos sume en un estado abúlico que quizá nos permite tomar consciencia de la no materia,de eso que tu llamas nada.Yo a veces lo he llamado aburrimiento,pero el aburrimiento es otra cosa,porque en el aburrimiento una tiene que imaginar para no quedar invadida.Como siempre un placer con cuentagotas!
ResponderEliminarAmén.
ResponderEliminarAyer, muy tarde, casi hoy por la mañana, sentí algo así y no sabía nombrarlo.
Un momento sin sed y sin miedo, aunque sin alegría; un raro momento de paz.
Tal vez fue una absolución.
Y la necesitaba.
Me ha encantado leer esta entrada.
Gracias a los tres por la visita y la generosidad.
ResponderEliminarUn abrazo.
Si la nada es el mejor regalo, qué otra dádiva imposible de aceptar no será la muerte...
ResponderEliminarUn Abrazo.
D.