“A la teoría dialéctica, contraria a todo lo que viene aislado, no le es por eso lícito servirse de aforismos.” Así justificaba Adorno sus Minima moralia, situándose en esa esquina de la filosofía donde la negación y la crítica son el único salvavidas del ser humano.
El aforismo es la brecha que se abre en el casco de las grandes embarcaciones del pensamiento, y Hegel es una sólida embarcación donde el aforismo es sólo un imprevisto, un accidente del futuro. La función del aforismo no es agotar una especulación o sugerir un sistema, sino poner a prueba lo aceptado, quitarle la máscara a un prestigio, mostrar el vacío de lo que parecía lleno o infiltrarse entre las verdades aceptadas con una antorcha en la mano.
No creo que exista otro libro como Minima moralia cuya lectura nos enfrente tan abiertamente a las contradictorias raíces de la sociedad contemporánea.
Su autor despliega un ejercicio de crítica feroz contra una sociedad que parecía destinada a la autodestrucción o a la demencia. Es bueno recordar que esas páginas fueron escritas entre 1944 y 1947, y que en ellas se habla del encantamiento de la ignorancia, de una sociedad que parece complacerse en el analfabetismo moral. Sesenta años después de ese libro la complacencia es parecida, las supuestas soluciones son enfermedades en sí mismas, y las terapias son tan miserables como alarmantes.
Minima moralia es un diagnóstico que no podemos evitar. Que muchas de sus intuiciones las señalara antes Benjamin no le resta poder ni validez a esas páginas.
Adorno siente cómo la intimidad de algunas personas ha sido invadida por la industria, por un sentido comercial que se aplica a todo. El amor y la amistad no están exentos de esa fiebre. Para esas personas todo es un balance, un juego de precios, un aprovecharse del otro, un comerciar con todo, incluso con uno mismo. Lo que Adorno aplica a algunos individuos, hoy es una epidemia, una forma tolerada, natural y respetable de existir.
Su inteligencia no le exime del error y de las opiniones salvajes. Sostiene, por ejemplo, que cuando se dice de un hombre anciano que es un hombre venerable y ecuánime, “hay que suponer que su vida ha consistido en una serie de tropelías.” Tampoco esconde cierto elitismo absurdo que le hace detestar a esos intelectuales fascinados por “el personal de cocina”, que él asocia con una pobreza espiritual.
Más allá de esas caídas, Adorno se nos presente como un Erasmo moderno, algo menos equilibrado en sus juicios que el holandés, pero igualmente efectivo en su deseo de mostrar la íntima hipocresía que sustenta nuestras vidas, de iluminar las sombras que habían convertido el tren de la razón ilustrada en un tren de la muerte camino de un lager.
Adorno ataca todos los flancos de una sociedad que siente enferma. Nada ni nadie parece estar a salvo de su bisturí. El uso con fines ideológicos de la biografía. El poder, que cuando se siente amenazado en sus privilegios se defiende como un animal herido que debe aniquilar a quien le hostiga. El nuevo avaro, cuya benevolencia es un negocio y cuya amistad es una inversión a corto plazo. La imposible convivencia social, atrapada entre una cortesía helada o un compadreo mezquino. La monstruosidad de la arquitectura funcional. La tecnificación como preludio de la brutalidad totalitaria. La transformación del regalo generoso entre individuos en una caridad planificada por el Estado. La conciencia de que la Segunda Guerra Mundial era a la vez un fin del mundo y el fermento de futuros odios. Y esa ironía envenenada que le hace afirmar que la cultura de su tiempo debería ser psicoanalizada por un economista y no por un seguidor de Freud.
Y es que el psicoanálisis mismo es para Adorno el evangelio de la alegría obligatoria, un evangelio que niega la libertad del individuo a conocer su sufrimiento, y le entrega esa potestad a otro, al nuevo sacerdote, al doctor.
Estas reflexiones de un exiliado muestran cómo se destrozan los logros de la ilustración recurriendo para ello a la versión más grosera del racionalismo. Por eso Adorno se sitúa en los márgenes de la razón, una posición que más tarde detallaría en Dialéctica negativa (1966). Allí explica que las soluciones conciliadoras que propone la dialéctica hegeliana no sirven frente a la realidad, que contradice con meticulosidad cada propuesta.
Tiene que existir una frontera entre los peligros de la razón y el vacío del irracionalismo, un lugar donde pueda habitar la cordura y la crítica. Desde esa frontera escribe Adorno, siempre a la contra, insatisfecho y crudo.
No es difícil estar en ocasiones en desacuerdo con él, pero sería una estupidez no reconocer que su obra es un objeto necesario para entender lo que somos, una obra acaso imprescindible.
El aforismo es la brecha que se abre en el casco de las grandes embarcaciones del pensamiento, y Hegel es una sólida embarcación donde el aforismo es sólo un imprevisto, un accidente del futuro. La función del aforismo no es agotar una especulación o sugerir un sistema, sino poner a prueba lo aceptado, quitarle la máscara a un prestigio, mostrar el vacío de lo que parecía lleno o infiltrarse entre las verdades aceptadas con una antorcha en la mano.
No creo que exista otro libro como Minima moralia cuya lectura nos enfrente tan abiertamente a las contradictorias raíces de la sociedad contemporánea.
Su autor despliega un ejercicio de crítica feroz contra una sociedad que parecía destinada a la autodestrucción o a la demencia. Es bueno recordar que esas páginas fueron escritas entre 1944 y 1947, y que en ellas se habla del encantamiento de la ignorancia, de una sociedad que parece complacerse en el analfabetismo moral. Sesenta años después de ese libro la complacencia es parecida, las supuestas soluciones son enfermedades en sí mismas, y las terapias son tan miserables como alarmantes.
Minima moralia es un diagnóstico que no podemos evitar. Que muchas de sus intuiciones las señalara antes Benjamin no le resta poder ni validez a esas páginas.
Adorno siente cómo la intimidad de algunas personas ha sido invadida por la industria, por un sentido comercial que se aplica a todo. El amor y la amistad no están exentos de esa fiebre. Para esas personas todo es un balance, un juego de precios, un aprovecharse del otro, un comerciar con todo, incluso con uno mismo. Lo que Adorno aplica a algunos individuos, hoy es una epidemia, una forma tolerada, natural y respetable de existir.
Su inteligencia no le exime del error y de las opiniones salvajes. Sostiene, por ejemplo, que cuando se dice de un hombre anciano que es un hombre venerable y ecuánime, “hay que suponer que su vida ha consistido en una serie de tropelías.” Tampoco esconde cierto elitismo absurdo que le hace detestar a esos intelectuales fascinados por “el personal de cocina”, que él asocia con una pobreza espiritual.
Más allá de esas caídas, Adorno se nos presente como un Erasmo moderno, algo menos equilibrado en sus juicios que el holandés, pero igualmente efectivo en su deseo de mostrar la íntima hipocresía que sustenta nuestras vidas, de iluminar las sombras que habían convertido el tren de la razón ilustrada en un tren de la muerte camino de un lager.
Adorno ataca todos los flancos de una sociedad que siente enferma. Nada ni nadie parece estar a salvo de su bisturí. El uso con fines ideológicos de la biografía. El poder, que cuando se siente amenazado en sus privilegios se defiende como un animal herido que debe aniquilar a quien le hostiga. El nuevo avaro, cuya benevolencia es un negocio y cuya amistad es una inversión a corto plazo. La imposible convivencia social, atrapada entre una cortesía helada o un compadreo mezquino. La monstruosidad de la arquitectura funcional. La tecnificación como preludio de la brutalidad totalitaria. La transformación del regalo generoso entre individuos en una caridad planificada por el Estado. La conciencia de que la Segunda Guerra Mundial era a la vez un fin del mundo y el fermento de futuros odios. Y esa ironía envenenada que le hace afirmar que la cultura de su tiempo debería ser psicoanalizada por un economista y no por un seguidor de Freud.
Y es que el psicoanálisis mismo es para Adorno el evangelio de la alegría obligatoria, un evangelio que niega la libertad del individuo a conocer su sufrimiento, y le entrega esa potestad a otro, al nuevo sacerdote, al doctor.
Estas reflexiones de un exiliado muestran cómo se destrozan los logros de la ilustración recurriendo para ello a la versión más grosera del racionalismo. Por eso Adorno se sitúa en los márgenes de la razón, una posición que más tarde detallaría en Dialéctica negativa (1966). Allí explica que las soluciones conciliadoras que propone la dialéctica hegeliana no sirven frente a la realidad, que contradice con meticulosidad cada propuesta.
Tiene que existir una frontera entre los peligros de la razón y el vacío del irracionalismo, un lugar donde pueda habitar la cordura y la crítica. Desde esa frontera escribe Adorno, siempre a la contra, insatisfecho y crudo.
No es difícil estar en ocasiones en desacuerdo con él, pero sería una estupidez no reconocer que su obra es un objeto necesario para entender lo que somos, una obra acaso imprescindible.
Y en verdad vivimos en una sociedad enferma Bruno,porque la soberbia,la ambición,la ira,forman parte de nosotros desde el principio de los tiempos,pero a diferencia de antes,ahora el mal se cultiva y se aprecia como un bien mayor dándole las cualidades de un timón,que no tiene en cuenta la versatilidad de las mareas.Me lo apunto para futuras adquisiciones,como ya me apunté otros de esta misma bitácora.No está de más el decirte que siempre me supone un enorme placer pasarme por aquí.
ResponderEliminarUn abrazo!