Hoy me tocó trabajar en el Instituto Sabino Berthelot, en El Sauzal. Mi taller comenzaba a primera hora y llegué demasiado temprano, como empujado por una necesidad absurda e incomprensible, como esos animales que siguen una ruta que les dicta el instinto, como si la falta de sueño me estuviera sugiriendo que estaba a punto de regresar a un sueño antiguo. El azar, que tantas veces se ríe de mí, hoy quería complacerme.
En el centro solo me esperaba el conserje y un profesor de religión que me invitó a tomar un cortado en la cafetería. Más que una cafetería es un almacén adecentado, con una barra a modo de parapeto defendida por un camarero alto y orondo, un elefante domesticado y moreno. El profesor de religión era bajito, canoso y palabrero, y uno no estaba esta mañana muy hablador. Ejecuté algunos monosílabos y despaché el cortado, pero cuando me di la vuelta para salir de la cafetería me crucé con un fantasma del pasado.
Un fantasma con la forma de una mujer de unos sesenta años. Aquel fantasma, para mí ya un personaje legendario, resultó ser real. Me detuve de espaldas, a unos metros de la puerta del café y escuché: “Buenos días, Emilia”, saludó el profesor de religión a la mujer que entraba. Bastaron esas palabras, inocuas para el resto de seres humanos, para que todo mi pasado, las legiones neblinosas de la infancia fueran convocadas en mi cabeza al instante. Es como si de repente me hubiera vuelto diminuto, tuviera ocho años, una familia esperándome en un bloque de trece pisos, una sed inexplicable. Todavía siguen aquí esas legiones de hombrecillos semidesnudos y de piel quemada que acarrean por el desierto las piezas absurdas de nuestro pasado.
No era posible, y sin embargo, aquella mujer con la que acababa de cruzarme fue mi profesora desde tercero hasta sexto curso de primaria. Dicho así es como no decir nada, pero esa mujer cenceña y frágil fue la persona que me abrió la primera puerta que llevaba hacia la biblioteca. A esa mujer le debo que me acercara a los primeros libros que leí, libros de Miguel Hernández y de Antonio Machado, y que a partir de ellos, cada día de cada año, haya encontrado un nepente para la vida.
Le debo demasiado a esa mujer para decírselo. Por eso vengo aquí, a esta leonera del diario, donde no quedan prevenciones y donde todo empieza o acaba.
Hacía veinticuatro años que no la veía, y más de una vez la imaginé jubilada, detenida en un banco de cualquier parque, haciendo el camino de vuelta hacia la nada, solitaria y absuelta. La convertí en personaje de mis historias, en el arquetipo del profesor que no sólo ve alumnos, exámenes, calificaciones y pedagogías, sino que también ve personas. Diminutas, insoportables a veces, pero personas.
Cuando fui su alumno era un renacuajo, por eso la recordaba alta, luminosa, con la sabiduría encerrada entre las líneas de su sonrisa a la vez burlona y amarga.
Ahora descubro que es más baja que yo, pero descubrirlo no es aceptarlo. A esa mujer sólo puedo mirarla con admiración, y aunque deba inclinar la cabeza, en realidad sigo siendo aquel niño que la mira desde abajo, desde la sed.
Al final entré en la cafetería y me atreví a preguntarle si era Emilia, si había dado clases en el Colegio Tena Artigas, si recordaba mi nombre, si recordaba a mis hermanas, a las que también dio clases, si recordaba a mi madre.
No tardó mucho en recordar.
Parece imposible, pero esta mujer sigue intacta, como si el tiempo no la hubiera siquiera rozado. Sesenta años tiene, el pelo negro y corto, igual que antes, el gesto delicado, la voz aún firme y clara, la mirada tímida y cristalina, como si esa mirada estuviera al borde de romperse en pedazos demasiados pequeños para que nadie pueda recogerlos.
Preocupada siempre por los otros, incapaz de un desaire, lectora de poesía, pero no escritora.
Emilia, nadie lo ignora, es un animal en peligro de extinción.
Hoy puedo decir que tuve suerte. La profesora que estuvo presente durante el taller que debía impartir esta mañana era ella. Con más oficio que virtuosismo acabé mis dos horas de trabajo, pero antes de terminar tuve que explicarles a los alumnos qué estaba ocurriendo allí, por qué aquella mujer, que ellos veían todos los días, era tan importante para mí. No sé si me entendieron.
Emilia ha tenido infinidad de alumnos más brillantes y capaces que uno, entonces ¿por qué ahora, se preguntará ella, viene este joven a decirme que soy para él un ser legendario, que fui la primera en mostrarle la desmedida biblioteca en cuyos anaqueles algunos se demoran para siempre, ciegos y sordos a toda cordura?
Nadie sabe por qué, Emilia, pero resultó que aquel niño que apenas estudiaba, que aprobaba los exámenes porque memorizaba los textos de los manuales con una divertida facilidad, aquel niño tímido y cobarde que no sabía traficar con las galletas del desayuno, aquel niño que no destacaba en nada, hoy le ofrece el homenaje que sin duda merece, la página que otros escribirán mejor.
Precioso y entrañable, Bruno, yo recuerdo a un profe de física( dichosa física) de 6 de EGB que fue el único que me enseñó lo que era la física, con el único que aprendía, era del sur y se llamaba Francisco, sentía una enorme vocación y a pesar de su método disciplinado, acababas amando esa asignatura, sólo él lo hacía posible, con paciencia, con cariño, con comprensión. Supongo y de eso estoy segura, que hoy también tenemos prfas y profes así, como Francisco, por cierto vaya un nombre!
ResponderEliminarMe ha encantado. Si le permites el apunte a alguien a quien algún día le gustaría ejercer de crítico, creo, y espero no estar diciendo una sandez, que la fuerza sugestiva de algunas de las imágenes que empleas, templa muy bien el tono, un tanto sentimental, del relato. Vamos, que en mi opinión hacen correctamente de contrapunto imaginativo ante una impresión que podría resultar más intimista que a lo que nos tienes acostumbrados. Lo cual tampoco tendría nada de raro para los que somos buenos de boca.
ResponderEliminarY no sé si otros escribirían mejor esta página, Bruno, porque, a fin de cuentas, estas letras solo pueden ser tuyas.
Saludos.
D.
"Emilia, nadie lo ignora, es un animal en peligro de extinción."
ResponderEliminarCuánta admiración hay en esta frase. Cuánto reconocimiento. Para los que, como servidor, nos dedicamos a lo mínimo, basta para entender el resto del post que, se ha dicho más arriba, es entrañable. Y precioso.
Quizá yo esté cultivando una palabra como la tuya en algún alumn@. Leer este fragmente demuestra que hay que continuar creyendo en los mensajes lanzados al mar dentro de botellas. El éxito de Emilia pide creer en el éxito posible para nuevas generaciones.
ResponderEliminarMuy emotivo.
bien x la humildad, amena lectura, linda y nostalgica foto de los 400 golpes... creer que uno comprende a quien admira pero no conoce en profundidad es vano. se puede ir más profundo en la relación de aquel afecto, algo que encierra la busqueda misma de la escritura, el salto al vacio de un abismo filoso y familiar...
ResponderEliminarsaludos de buenos aires...
Hermoso, a fe mía que sí. Lo digo en serio. Pero permíteme una digresión (que para eso estamos y digo yo que no todo tienen que ser parbienes sin cuento). No es el primer escrito de ese tipo que he leído. No puedo dar ahora la referencia exacta, pero estoy seguro de que algo parecido podría escribir alguno de los antiguos alumnos del bueno de Daniel Pennac.
ResponderEliminarEn los relatos de este tipo hay algo que siempre aparece en la rememoriación que el autor hace de los antiguos maestros que, en su adolescencia, le abrieron los ojos, los oídos, la mente a las maravillas de la literatura, la música, las ciencias. Ese algo es la suerte que dicen haber tenido los que recuerdan, los que sufren esa epifanía de la memoria recobrada y relatan cómo hace muchos años de pronto alguien les cambió para siempre y para bien. No sé, tiene algo de teleológico y, hasta podría decir, de falaz: parece que aquella suerte les llevó a esto y sin aquello el autor no sería lo que es. Pero es que, por definición, lo que sucede "por suerte" es estadísticamente poco (muy poco) probable. Me revelo ante la idea de que sin la ocurrencia de un hecho fortuito ya no existiría Ulat (ni este blog, ni yo estaría escribiendo esto). Evidentemente, lo que pretendes es un homenaje a una persona, a una profesión y a una vocación. Nada tengo que decir a eso. Pero me entristezco cuando pienso en los normales (los no tocados por la suerte, que somos mayoría), los de pasado puñeteramente prosaico, que nos peleamos con los libros para sacar algo sin haber tenido un maestro como ese del que hablas. Pero tengo que rehacerme al punto: esa suerte es hermosa pero casi irrelevante. Encendió una chispa pero tuvo que haber algo más, mucho más.
Un saludo