Transformar algo muy pesado en algo ingrávido. Ese era el oficio de Robert Walser para el autor de El paseante solitario, el libro en forma de retrato que firma W. G. Sebald. La afirmación valdría para cualquier escritor que merezca ese nombre. También habla Sebald, para definir el estilo del escritor suizo, de una “simulación de torpeza con el mayor virtuosismo”.
Dejo el pequeño libro del alemán y me voy al parque. Está muy cerca de donde duermo. Cuando no sucede nada, excepto lo cotidiano e inevitable, es cuando más se disfruta este parque esquinado y acogedor.
Es un parque breve, y sus límites son siempre visibles, pero hoy no necesito más, me basta este escenario donde todo sucede aunque parezca que no sucede nada. En una de las esquinas suele demorarse un grupo de adolescentes: acampan allí todo el día, y allí fuman y trapichean hasta la noche. No suelen molestar a nadie. Tienen su territorio y carecen de aspiraciones. En la esquina contraria hay un café con terraza y muy cerca de la terraza hay un parque infantil. Por ese lado llega la vida al parque, que cada tarde es colonizado por un ruidoso enjambre de niños y de padres vigilantes. No hay tregua para el columpio, tampoco para el tobogán o para el enfermizo caballo cuyas extremidades han sido sustituidas por un resorte gigantesco. Otros niños prefieren revolcarse por el césped, hacerse los muertos, pelearse o dormitar.
Alguien llega y se sienta en uno de los bancos de madera. Se pone a leer a sorbos, interrumpido con agrado por la obra que se representa ante él. Las lecturas se examinan aquí: es como si los libros propusieran una teoría que este parque refuta o aprueba. Basta con levantar la vista del papel para ver cómo la otra literatura, la que escriben el sol y la sangre y las infinitas generaciones, pasa por aquí sin detenerse, como si este fuera el primer día de la creación.
Luego ese lector regresa a casa y escribe en un cuaderno ese tejer y destejer de los días y las noches. Escribe para convertir algo muy pesado en algo ingrávido.
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