En calles comerciales como Oxford Street siento una insatisfacción agotadora, una total ausencia de verosimilitud. ¿Qué podría encontrar uno aquí donde todo fue hecho para la multitud, donde los dioses de temporada te observan intactos y en pose desde las paredes, multiplicados por la tautología de los espejos? El lujo y el diseño ofrecen su paraíso inverosímil habitado por maniquíes que simulan una congelada soberbia, una altivez teatral. El arquetipo debe ser el maniquí: hacia él nos dirigimos en busca de un falso equilibrio del cuerpo, hacia la piel plastificada y lisa, los ojos que no quieren ver, hormigueando en busca de esa perpetua forma de no ser nada y a la vez servir de ídolo para muchos.
Nada enseñan estos escaparates, todo lo esconden bajo el estruendo de los focos halógenos que nadie puede mirar.
Estas calles comerciales solo me satisfacen como una idea remota, como una ficción que sucede en un lugar en el que no quiero estar.
Pero basta con alejarse por calles donde nadie vende nada, donde se oscurece el paso entre ladrillos pardos, hematomas de verdín y repintadas verjas negras, para que la gran ciudad enseñe otro de sus rostros, el de las arrugas de la acera, las cejas encanecidas de los aleros y las venas hinchadas del asfalto.
Sí, para qué negarlo, soy un adicto a la ruina.
Hasta la mujer que pasa en silencio a nuestro lado por esas calles es otra, lejos el tráfico y el comercio, atravesada por una fuerza que refuta la quietud de los maniquíes, con un cuerpo que no exhibe su imperfección pero tampoco la oculta, una mujer que avanza abstraída, guiada solo por un instinto que le permite doblar la esquina en el momento adecuado, mil veces realizado el mismo trayecto de vuelta a casa, hundida bajo un abrigo azul que la protege del mundo, la comida tiritando en una bolsa de plástico, arrugado el rostro que no suplica ser admirado, que solo quiere descansar.
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Bajo la lluvia se eleva la cúpula de Saint Paul como un fantasma iluminado, hierático y obeso. Las bocas de metro tragan seres humanos que buscan refugio. Rebosan las cafeterías mientras en los ventanales pequeñas serpientes de agua caen y desaparecen y vuelven a surgir y a desaparecer, en un ciclo que enturbia la imagen de los que se protegen tras el cristal, las dos manos en la taza caliente de té, sonriendo tras el humo.
Nosotros nos alejamos formando parte de una danza de paraguas. La lluvia oprime al río, ahora turbio y exhausto, acuchillado por un lento transbordador.
Un cielo cárdeno se deslíe en azules abisales y en grises de humo. Un sol apesadumbrado le entrega un brillo tenue a los acristalados edificios de la City, celdas iluminadas y neutras que se elevan ensimismadas, indiferentes, nuevos templos para una religión primitiva.
qué buena reflexión salpicada de imágenes. me encantó.
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