En Marylebone Station, en un café circular rodeado de mesas (una fotografía cenital mostraría un sol oscuro dibujado por un niño), una mujer de piel granulada y rosa, hinchado su cuerpo bajo un largo vestido negro, los pequeños ojos azules perdidos en un rostro que culmina una papada nerviosa, bebe malhumorada su café doble y hojea The Daily Telegraph con desagrado, auscultando la actualidad que cada día llega hasta la superficie del papel, una actualidad que huele a sangre y a demencia, un olor que se abre paso a través de los gruesos dedos enjoyados, que trepa por la ropa y se mezcla con el perfume nuevo. Pero basta con pasar la pesada hoja donde se agavillan los huesos para que la mujer sonría, segura de no haber visto nada.
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