El
retrato es otra de sus virtudes. En uno de ellos nos cuenta la
historia de una mujer que vivió su vida hacia atrás, de la tumba a
la morgue, de la morgue al hospital, de allí a una vejez que poco a
poco se va desarrugando, y así.
La
estética de Alice Oswald está cifrada en “Himno a Iris”, cuyos
dos últimos versos anuncian:
Y que despierte yo a menudo en el puente roto de una palabra,
como despierta en el viento el rastro de una telaraña. Sin ataduras.
como despierta en el viento el rastro de una telaraña. Sin ataduras.
Otra
de las aspiraciones de este libro es detener un instante en una
página, solo eso, y parece poco, aunque pronto descubrimos que el
trabajo resulta inmenso, quizá infinito: no hay instante, por leve
que sea, que no implique una asombrosa multitud de sucesos y
pensamientos. En ese instante pueden estar la maravilla y el miedo, el ruido de un cortacésped que
atraviesa la calle, el rumor almohadillado y lejano de una autopista, la densa
soledad que cruza en forma de vecino cabizbajo, el proyecto aquel que
nunca se cerró, la vida que pudo ser y que ya nunca será, como la
sombra de un niño que no está, que no puede estar, pero que sigue
jugando ahí, en el asfalto, a la vez remoto, invisible y presente en
el espacio vacío. En un solo instante sucede todo, y si quieres
detenerlo y lanzar su cápsula hacia el futuro, puedes aprender a
deletrear sus contornos en estas páginas.
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