El asno, el cerdo y el escarabajo



La obra que sostiene a François Rabelais son los cinco libros monstruosos que cuentan la inverosímil historia de Gargantúa y de su hijo Pantagruel. Esas páginas son una enciclopedia de la vulgaridad escritas con estilo zumbón y un diccionario del insulto donde cada títere encuentra sus hilos. Rabelais se propone jugar con el lenguaje y las convenciones, le toca las nalgas a la frase, se emborracha hasta la demencia contemplando al ser humano y orina sobre la decencia. El Gulliver de Swift repetiría luego ese ejercicio. La obra de Rabelais es una broma nihilista y un desacato. El francés juega al frontón con unos personajes deformes y un humor escatológico. Tal vez algunos lectores piensen que un libro así debería olvidarse, que su fotografía es innecesaria y su medicina inconveniente. Se equivocan. El retrato de Rabelais, aunque deformado, no es inexacto, y cada día su disparatado universo se renueva en el nuestro, sale a la calle y se multiplica en las pantallas.

Algo hay en esta teratología cómica que nos pertenece. Quizá la palabra no sea el medio para la expresión de contenidos espirituales, como defendía Walter Benjamin, sino el medio ideal para expresar nuestra asombrosa cercanía con el asno, el cerdo y el escarabajo.


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