La gran liquidación




El Estado, como sabemos todos, es un organismo de animales sedentarios al servicio de cualquier majadería. 

Vean el escaparate: todo a su servicio, todo en oferta. Es la gran liquidación. El Estado como gestor de sus bolsillos y promotor del saber, el Estado como árbitro de los servicios públicos: esos aeropuertos sin aviones, esos palacios para humildes monarquías, esas instituciones sin función, esos asesores de asesores que miden las horas kafkianamente en despachos de un silencio estremecedor, esos embajadores que sufren los rigores del exilio en estrechas mansiones, esas prohibiciones que nos recuerdan los límites del cuadrilátero, esos decretos que se defienden de otros decretos que a su vez inutilizaban decretos anteriores, correcciones de una ley decimonónica que se nos había colado bajo la puerta de la cocina, presupuestos fantasmales seguidos por un séquito de eufemismos, fanfarrias culturales con domador al fondo, la filoxera de la retórica en rueda de prensa o la ideología zumbando entre los micrófonos como una mosca demente.

Habría que darle la razón a Heller y firmar que el Estado es un sistema de dominación. Y no añadir nada más.

Por eso a veces conviene volver a la pregunta inicial, a las reglas del juego. Y ahí cometí el error, y acaso la suerte, de llegar hasta Aristóteles. 

Aristóteles es un tipo sin humor y sin poesía, alguien que cuando escribe se pone serio, como quien escribe al dictado de la Verdad, que es una de las peores cosas que se pueden hacer cuando se escribe. A mí esa seriedad de Aristóteles me da mucha risa, porque todo parece escrito por un tipo que se cree el padre fundador, que la verdad se le está cayendo de los dedos y que a ver quién se atreve a refutarle en un par de milenios. Ya digo, todas esas cosas que tanto excitan a algunos profesores a mí se me presentan como una comedia.

Pero volvamos al hilo del Estado. El asunto es que el optimista Aristóteles defendía que el Estado era un organismo cuya función consistía en mejorar la vida. Ese optimismo griego tiene hoy tanto uso como la metempsicosis, el carruaje o la épica en octava real.

Quizá podría servir como título de un libro de autoayuda editado por el gobierno: El Estado al servicio de la vida. O tal vez: El Estado: manual para principiantes, y así. Y un subtítulo: Y otras formas de emitir buenas intenciones como si uno estuviera fundando el método científico.

La realidad es siempre lo contrario de un libro de autoayuda, y en ella las buenas ideas, aunque las firme Aristóteles, suelen andar cabizbajas o llevar una vida subterránea. 

Pregúntele usted a un economista dónde queda la vida.

La vida está ahí, te dirá señalando a su banco.

Hoy estamos todos al servicio del Estado. Se trabaja para él, muchas veces se come gracias a él, y otras veces se come a pesar de él. Y el Estado, tan generoso de suyo, como agradecimiento, nos empeora la vida, nos miente, se ríe de nosotros, nos empuja al hambre, al suicidio o a la calle, y luego se queja, pobrecillo, de lo mal que lo tratamos.

El Estado, el buen samaritano, nos dice cómo debemos conducir, qué sustancias podemos consumir, cómo nos conviene comportarnos, qué sistemas debemos utilizar para conocer, qué cosas nos mejoran. Nos educa y nos reprende. 

Tal vez el Estado solo es un inmenso espejo en el que se refleja nuestra podredumbre. No lo que querríamos ser, sino lo que somos. No la esperanza, sino la vidriosa realidad. 


 Foto: Julian Röder

2 comentarios:

  1. Estoy más de acuerdo con Helller.
    Y en cuanto a la podredumbre, es evidente que está saliendo a la luz. Confío que eso es porque se está limpiando.
    Y porque además hay luz.
    Un abrazo amigo y compañero romano.
    Y gracias por tu entrega a la literatura.

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  2. El Estado; ese animal de cien patas que nos chupa la sangre...

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