Idiomas que no hemos aprendido a escuchar




El día está lleno de pequeños idiomas que crecen sin nosotros, idiomas que se propagan a nuestro alrededor y que no hemos aprendido a escuchar. 

El idioma del viento golpea su sermón en las ventanas, silba por las escaleras del edificio como un animal enjaulado, tabletea en las puertas, insiste toda la noche en su monserga. 

El idioma de Alba, cuyo silencio dice más que mis preguntas, más incluso que sus improbables respuestas. 

El idioma del asfalto que creemos dominar sin esfuerzo, su rugosa piel sobre la que hemos vivido sin entender, la dirección que nos entregó y que no supimos aprovechar.

El idioma tensado que hay en las manos grandes, deformadas y morenas de Miguel, manos que se aferran a un viejo cuaderno donde ha garabateado historias sin literatura, empujadas contra la gramática, ocupadas por una voz que arrastra sacos, palas y camiones llenos de jornaleros. Esas manos son su idioma y su literatura, y en ellas ha sobrevivido el sol, el polvo y el trabajo, pero él quiere contarme su historia con palabras monstruosas.

El idioma de los escaparates que arde bajo los halógenos, sus maniquíes que nunca miran a los ojos, donde la naturalidad se ha vuelto lugar común, la felicidad una tarjeta de crédito, la sonrisa una liquidación.

El idioma adolescente, esa arrogancia esquinada en un bloque del suburbio, su posesión del mundo que solo es miedo, esos kamikazes que no quieren morir. 

El idioma del cartero, gastado en números y apellidos, sudoroso, a punto de ser doblegado, joven viejo que aparca la vespa amarilla y siembra impagos por los buzones de la calle. 

El idioma de la velocidad de las cosas, por decirlo a la manera de Rodrigo Fresán, nuestra navegación sobre teorías que se reproducen sin descanso, la aceleración de los signos sobre una pantalla, esos fósiles de la inmediatez.

¿No habrá en la realidad, en su doble fondo, en su malicia, una nueva realidad esperándonos? 



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