La casa encantada y otros cuentos, de Virginia Woolf



Conviene que un escritor comprenda pronto que detrás de lo visible habitan las entrañas y los pasadizos de lo real, sus recovecos y magulladuras, la velocidad erizada de un pensamiento que nunca será pronunciado, allí donde lo cierto se vuelve endeble y donde lo que se decía imposible respira y se multiplica. Esa fue la tarea esencial de Virginia Woolf, su método preferido: calcular las dimensiones, el aspecto y la naturaleza del iceberg en su totalidad tomando como referencia la parte emergida. Ese iceberg somos nosotros, inventores de un rumbo para quien viaja a la deriva. Lo que podemos ver de nuestros semejantes es una octava parte del todo, y no es mucho, pero en las páginas de Virginia Woolf esa materia es suficiente.

Los cuentos de La casa encantada pueden habitar alguna vez la fantasía, pero rara se adentran en lo inverosímil, porque su intención es desentrañar al otro, entrever la historia que fluye subterránea e insospechada detrás de la mujer que mira por la ventanilla del tren, la realidad del hombre que acaba de cruzar la calle con un gesto de contenido nerviosismo, es decir, lo que persigue este volumen es la vida entera, con sus templos de aburrimiento, sus obsesiones, sus alfileres de nadería, las discusiones en el parlamento de nuestra mente, las derrotas que hemos decidido esconder, los temores que nos zarandean, el afecto que no sabemos nombrar o la demencia de una vida tranquila.

Bastan unas pocas imágenes (una mano que rebusca en un bolso, la duda de una mujer al observarse ante un espejo, sus ojos que atraviesa el relámpago de una idea irritante y cíclica, bastan unas palabras intrascendentes, un traje como un caparazón, el miedo del que está a punto de atreverse y el miedo del que le observa, ese personaje que quiere romper el vidrio que lo separa de todos los demás) para que Woolf nos entregue sus anatomía de la realidad, sus largos corredores psicológicos, sus narraciones donde el argumento es un pensamiento que se riza, la fotografía de unos instantes, el reflejo de un rostro en su caída. 

Somos transparentes para Woolf. Nadie ha entendido mejor que ella nuestro dudoso comportamiento, esa necesidad de encontrar un proyecto, una excusa, un enemigo, pero sobre todo esa urgencia por obtener una incertidumbre lo más pequeña posible, una incertidumbre que no duela, tan diminuta debe ser, y a la vez, con la gracia de la contradicción, buscamos sin saberlo una incertidumbre suficiente, esa que nos permita respirar y equivocarnos, porque cualquier convicción es una cárcel.


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