El
tiempo de los meidosems es nuestro tiempo, y en ellos se reproduce y
multiplica nuestra perplejidad. Vienen disconformes y aturdidos, con
vendas que son máscaras. Alzan el vuelo pero no se elevan. Gritan,
pero no es posible escucharlos. No es difícil verlos caminar
hundidos por sus esperanzas, en busca de una alegría que solo sucede
justo cuando no se piensa en la alegría.
En
ellos nos descubrimos ajenos, como nos sucede ante el espejo, porque
no hay mayor desconocido que uno mismo. Sus cabezas surgen por las
chimeneas, se abren paso entre las ruinas, saltan de las cloacas:
son cabezas sedientas, febriles, confusas. Vuelven agotados del
trabajo para dormir en sus cajetillas de tabaco, para arder y ser
humo. Algunos viven en un palacio en ruinas, sujetos a unas cuerdas
que no necesitan, pero sin las que no saben vivir. Otros se mezclan,
desplomados en la multitud, como partículas cada segundo más
diminutas.
Los
meidosems son elásticos y su fe es vaho. Tiemblan como fósforos
estremecidos por su naturaleza, muñecos que mantienen la compostura
y la sonrisa, aunque estén envueltos en desperdicios.
Los
seres imaginarios funcionaban para Henri Michaux como medicinas
frente a la realidad, allí donde solo encontraba tremedales del pensamiento,
desamparos envueltos en justicia, caídas y disimulos. Inventaba
estos animales de la ficción para que se interpusieran entre él y
lo cotidiano, entre la enfermedad y su conciencia, y mientras ellos
absorbían los golpes, él podía observar lo real con distancia, y
por esa vía encontrar un pliegue para respirar, un salvavidas, quizá
una grieta hacia la reflexión.
Esos
personajes solían aparecer en sus viajes, en una especie de
invención protectora con la que su mente cuidaba de sí misma. Los
personajes eran trincheras. Pero
no hablamos solo de viajes físicos, sino también de viajes
mentales y biográficos, aquellos viajes en los que debemos atravesar
el dolor, la impotencia o el absurdo. Los seres imaginarios
se encargaban del trabajo sucio: comprendían la tierra hostil, se
armaban contra ella, descubrían la maravilla y el horror, el
ofrecimiento y el castigo. Los
seres imaginarios de Michaux son como las protecciones de un boxeador
durante un entrenamiento: salvan de la conmoción y acolchan nuestra
torpeza.
No
quiere contarnos con este libro una historia el escritor francés,
sino ensayar una etnografía de los meidosems. Estos individuos nacen
y se disuelven sin descanso, y lo único relevante son sus
costumbres y manías, sus
fervores y debilidades. Más allá de la etnografía, la otra mirada
más frecuente en estas páginas es la de un zoólogo caprichoso
que ha derivado hacia la poesía. Por eso no debe extrañarnos si
leemos:
Esférula contraída de cabeza de insecto, de cabeza de libélula, coronando altiva un paso danzante, un porte campesino.
Y siempre esta cabeza inquieta, semejante a la que lleva el ratón sobre su cuerpo al encuentro de los quesos envenenados, el grano esparcido y los tejidos abandonados.
Cabeza para triturarse.
Y siempre esta cabeza inquieta, semejante a la que lleva el ratón sobre su cuerpo al encuentro de los quesos envenenados, el grano esparcido y los tejidos abandonados.
Cabeza para triturarse.
La traducción y el epílogo de Chantal Maillard son ejemplares, y
también a ella debemos agradecerle este libro entrecortado,
apabullante, torturado y beneficioso, este libro que no se acaba
nunca.
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